TERCER CAPÍTULO INÉDITO DE «EL ÚLTIMO REY»


tercer capítulo extraído:
de cómo se produjo el escape de la sombra

Este capítulo me gustaba mucho y me costó decidirme a sacarlo. Era un capítulo que mostraba una faceta más oscura, describiendo a los Darkols, por una parte, y al propio Zarkon. También, era el único capítulo de este libro en que mostraba a los Custodios del prisionero, vivos. Me gustaba, además, la batalla que se daba entre los siervos del prisionero y sus centinelas. En su conjunto, este episodio creaba una atmósfera de terror y suspenso que acentuaba el peligro de Zarkon y su nueva guerra sobre el mundo humano, pero al final consideré que me estaba tardando mucho en llegar al foco principal del conflicto y opté por el protagonismo de Eähsel en la novela, sacrificando otras consideraciones previas. Ahora, al releer este capítulo y notar lo sobrecargado que estaba, siento que al final la decisión fue la correcta. De todas formas, lo presento aquí, con sus aciertos y errores.

El llamado duró años. Siglos o milenios quizá, no lo sabía bien, pues aunque había contado cada día, dudaba a veces de que todo no fuera sino una interminable pesadilla. Comenzó como un débil murmullo, como un soplo de nigromancia susurrado al cielo sin esperanza, que pretendía imponerse a la continua vigilancia de los poderosos centinelas que le custodiaban. ¿Por cuánto tiempo más lo tendrían cautivo? No lo sabía. Su celda vivía en penumbras día y noche, aislado del mundo, fuera de todo cómputo de tiempo. Le parecía haber vivido en prisión desde toda eternidad y que sus vagos recuerdos de libertad no eran sino sueños e ilusiones ficticias. Un engaño, un escape de su mente a tan miserable estado. ¿Existía realmente algo fuera de las paredes en que moraba?
     Los hombres le escogieron un castigo cruel: lo olvidaron. Lo sepultaron vivo en aquella mazmorra, lo abandonaron cual traste viejo y sin utilidad, privado de toda voz. El silencio, el perpetuo silencio era lo que más le angustiaba. Sus centinelas no hablaban jamás, ni emitían el menor ruido al andar, podría asegurar que estaba solo de no ser por la frugal merienda que, puntualmente, aparecía cada día junto a la puerta. Muchas veces intentó escapar…, pero ni siquiera él, el mago más grande que hubo existido jamás, podía hacer frente al poder unido de cíclopes y dragones sin ayuda.
     Estaba desesperado, se sentía más inmaterial cada día, olvidaba las palabras, sentía que se estaba volviendo loco abandonado en aquella oscuridad perpetua. ¿Sería eso la muerte? ¡Pero él tenía hambre y sed, y mucho odio! No podía estar muerto, el llamado, aunque inútil, era su única esperanza, la tabla a la que se aferraba para seguir viviendo hasta que se le presentase una oportunidad para huir.
     Sus más leales súbditos, que no seguían otra voluntad que no fuera la suya, esperaban adormecidos sus órdenes, sin que ninguno de sus pensamientos llegara a ellos. Su telepatía había sido bloqueada, ninguno de sus hechizos mentales lograba imponerse a los conjuros de sus guardianes, se quedaban atrapados en las montañas encerrados como él de todo contacto con el mundo exterior. Acéfalas, sus huestes debían de haber vuelto a Ircania o se habían dispersado buscando lugares sombríos donde cobijarse, pues, aunque inmortales, por algún desconocido motivo odiaban y temían la luz de manera irracional. Sin embargo, sabía que, de conocer el lugar en que se hallaba, los Darkols vendrían a rescatarlo. Si se acercaban lo suficiente, podrían incluso escuchar sus pensamientos.
     Zarkon necesitaba urgentemente hallar el modo de indicar su posición, sin que sus pensamientos fuesen visibles para sus poderosos centinelas.


     Los legendarios cíclopes moraban en estas montañas desde mucho antes que los hombres levantaran sus monumentales urbes de piedra. Pertenecían a épocas mejores, cuando el mundo vivía en el amanecer y la plenitud de sus días, y se habían dedicado desde tiempos inmemoriales al culto del conocimiento y a la contemplación: de ahí que escogiesen lo alto de las montañas para observarlo todo. Su hogar era un sitio de silencio perpetuo, un santuario del saber. Ni aun la enorme biblioteca de Belssor se comparaba, en erudición, con el saber que guardaron los hombres unioculares, tal era la razón por la cual los sabios de la Orden Blanca llevaban un ojo tatuado en la frente. Nueve fueron los cíclopes de Ethrän, viejos y sabios, inmóviles por siglos en su afán por aprender. En épocas pasadas, cuando viajar hacia Ethrän no conllevaba ningún riesgo, muchas veces los Nueve recurrieron a ellos en pos de su guía y consejo. Tras crecer la decadencia de Elôkar, el camino a Ethrän fue poco a poco abandonado y los cíclopes no corrieron mejor suerte que su prisionero, Zarkon. Con la sutil diferencia de que este olvido les era agradable y, en gran parte, añorado por los tres que sobrevivieron a la Guerra.
     Junto a los cíclopes, moraban seis dragones. Eran todavía más vetustos y sabios que los colosos humanos, y su inmovilidad aún más pétrea, emulando a sus antepasados. No sentían ninguna admiración por la raza humana, a la que consideraban inferior y débil, pero habían aprendido a respetar a los cíclopes de Ethrän y, con el tiempo, a sentir cariño por ellos. Tampoco hacían ruido al andar las pocas veces que se movían, y se comunicaban en forma telepática entre sí y con los gigantes.
     En Ethränia no había calendario. Cuantificar el tiempo de manera lineal era un raciocinio inútil, cuando los nueve moradores de Ethrän vivían simultáneamente en el pasado y en el futuro. La única utilidad de la salida diaria del astro rey, era indicarles que el prisionero debía recibir una merienda. Las órdenes que les habían dado eran claras: debían permitirle vivir. Por eso no llevaban una cuenta de sus propias reservas, comer era un acto que los distraía de la contemplación y la meditación, y, con desgana, lo hacían sólo cuando sentían dolor junto con hambre. La despensa, por tanto, no corría mejor suerte, y la llenaban sólo cuando estaba vacía y el estómago los obligaba a registrarla. Era un verdadero desagrado destinar su valioso tiempo a actividades tan mundanas como comer o dormir.
     No se habían dado cuenta del tiempo transcurrido. Ellos vivían en la época de Bastir, el rey belssorita que derrotó a Zarkon, aunque sabían que, con toda certeza, debía reinar en Luarand uno de sus herederos. De haber sabido que habían gobernado casi cien reyes después de él, probablemente habrían estado un poco más asustados, mas no demasiado. Pues aunque ningún poder se comparaba con la alianza de cíclopes y dragones, y los reyes godaneses tenían motivos para estar convencidos de que el prisionero no escaparía sin su consentimiento, aquella seguridad ciega fue un error, porque solamente los fieles centinelas permanecieron conscientes de su labor, confiados en que sacerdotes, reyes y magos estarían tan atentos como ellos. Unos y otros confiaron mal.
     Porque los cíclopes y los dragones también envejecían, y Zarkon era joven comparado con ellos.


     En medio del silencio y la soledad, de tarde en tarde el prisionero recibía una única visita. Un hombre tan viejo como él, enjuto, pequeño, increíblemente marchito. Se sentaba en silencio, sólo observaba. Habían sido compañeros de cofradía en la prestigiosa Orden Blanca, donde por años compartieron el mismo ideal de conocer y amar lo creado. El destino, sin embargo, los había puesto en bandos enemigos.
     Siempre que venía a visitarlo reparaba en que la habitación en que lo tenían era demasiado pequeña y sombría, y el chirriar de los goznes sonaba tan estridente en aquel país silencioso, que parecía evidente que el grueso portón de hierro se abría pocas veces y se aceitaba mal o nunca. Con ocasión de cada visita la puerta permanecía abierta, pero si la mayor parte del tiempo estaba cerrada no era sino para intensificar el aislamiento impidiendo el paso de la luz: ni habría detenido al prisionero, ni los centinelas la necesitaban para mantenerlo inmovilizado dentro del calabozo. Aun en esos escasos momentos en que el portón estaba abierto la luz entraba temerosa, sin atreverse a iluminar por completo al cautivo, quien, por otra parte, rehuía de su compañía como si se tratase de la peste, buscando las sombras de los rincones. Pero aquel magro fulgor le bastaba a Barú para observar el rostro de su antiguo camarada, aunque éste evitase su mirada con un gesto de desagrado mezclado con vergüenza.
     El daño desatado por Zarkon era incalculable y, en la mayor parte de los casos, irreparable. Empero, ni un juicio o reproche salió de los labios del anciano visitante jamás. Ese silencio y compasión ilimitada, era lo que más le sobrecogía y torturaba. Pero ello no lo detuvo en sus ansias por huir.
     Una tarde, durante la última de esas visitas, el prisionero tuvo una fugaz idea.
    —¿Pensaréis en mí, Gabarú, mientras retornéis a casa? —preguntó hablando por única vez, a sabiendas de que el viejo visitante era un hombre devoto—. Una plegaria vuestra, un pensamiento elevado al cielo —agregó el astuto Zarkon—. Acaso podría ayudarme.
     En años de visitas jamás habían intercambiado un diálogo. El anciano, a quien Zarkon cariñosamente había llamado Gabarú, sintió un remezón interior. Hace años nadie lo llamaba por ese nombre, oír tal de boca de su antiguo amigo lo transportó de inmediato a olvidadas épocas de su juventud, cuyo recuerdo le emocionó. De modo que, sin sospechar las verdaderas intenciones del prisionero, el viejo prometió tal viendo en ello una leve mejoría de su parte y una muestra de sus ansias por rehabilitarse.
     —Si os ayuda de alguna manera, tened por cierto que lo haré —contestó Barú.
     El hombre, tras abandonar la morada de los cíclopes, elevó una oración. Sin querer, al concentrar sus pensamientos en el prisionero y en el lugar que dejaba atrás, delató la real ubicación de Zarkon y sus demonios supieron entonces donde debían hallarle. Pronto comenzaron a concentrarse en las montañas.
     Pero pasarían varios años antes de que los Darkols se atrevieran a desafiar la terrible ira de cíclopes y dragones.


     Una masa oscura se abrió paso a través de las montañas, moviéndose cautelosamente. Desde lejos, parecía una materia viscosa avanzando por el suelo, negra, más oscura que la noche que cubría con un velo la cordillera, pero salpicado con brillantes puntitos de luz que parpadeaban como estrellas rutilantes saltando unas sobre otras. Desde cerca, la masa informe parecía más bien una caterva de hormigas, una multitud desordenada de siluetas que podrían haber sido humanas —con un tronco corto, sin cuello y con extremidades delgadas y alargadas—, que avanzaban movidos por un deseo animal trepando unas sobre otras disputándose quién llegaría primero, miles de siluetas oscuras, y lo que desde lejos parecían pequeñas estrellas era el brillo de sus ojos parpadeando, subiendo y bajando a medida que las deformes figuras antropomórficas ganaban o perdían posiciones.
     De pronto, las sombras se detuvieron. Miles de ojos brillantes parpadearon sucesivamente en la oscuridad.
     —Shie’h sei’, S’alajjar issiajah (Atentos todos, el Amo habla) —susurró uno de los Darkols—. Seissae shiaha-sei’, sisaej issé S’alajjar issiajah aissaj eiss L’uarjoss… asashi’e eiss L’uarjoss. (Ahora que estamos cerca, podemos oírle y nos ordena ir a Luargoth… infiltrarnos en Luargoth).
     Varias estrellas comenzaron a saltar, ansiosas, dominadas por una alegría terrorífica. ¡Sangre! ¡Sangre! Habían pasado muchos años desde la caída del Amo, pero ahora regresaría y haría suyas las promesas de un mundo donde la noche duraría por siempre y donde los espectros dominaran las planicies recuperando lo que las nuevas generaciones les habían quitado. ¡Odiaban a los vivos! Con el retorno del Amo, todo sería oscuridad…, todo sería un mundo fantasmal.
     Permanecieron unos minutos más en las montañas, escuchando las órdenes de su Amo. Luego, se dispersaron desordenadamente en diversas direcciones, como si alguien hubiera prendido una gran luz y se hubieran ocultado de ella como baratas buscando la oscuridad, solo que estas criaturas, ni vivas, ni muertas del todo, no se iban de allí por miedo, ni esperarían demasiado a fin de regresar para liberar a su Maestro.


     —Los siervos del Cautivo están cada vez más cerca —dijeron los nueve moradores de Ethrän, sintiendo la presencia intermitente de Darkols en la zona—. Pero para que todo se cumpla, debe venir un rey a visitarnos.
     —Su hijo, ¿completará las diez decenas? —dijo otra voz.
     —Así está escrito. Será el Último Rey… y el Último Rey retornará a reclamar su trono en Belssor.
     —Aztulog… vuestra tarea es sobrevivir. No importa lo que nos pase, debéis cumplir vuestro cometido.
     —Así lo haré —respondió la voz de Aztulog—. Así lo he prometido.
     —¿Qué ocurrirá con el Visitante?
     —Asistirá a Su encuentro y encontrará lo que merece.
     —¿Y qué pasará con la Gran Luz?
       —Eso…, eso ya es problema del Último Rey.
     Los moradores de Ethränia volvieron a su silencio mental, para contemplar, tal vez por última vez, las maravillas de la Creación y sumergirse en la meditación interior. No ignoraban que la hora de perecer había llegado, pues el futuro no era un misterio para ellos, pero encararían la muerte —el último conocimiento— con el mismo espíritu con que habían encarado la vida.
     —Lo que deba ocurrir, que acaezca ya.


     Los ojos del dragón estaban fijos en una roca en la que se dibujaba una imagen colorida, como el reflejo luminoso de un vitral sobre la piedra o como el efecto que tendría el que una sombra, en vez de incolora, mostrara los colores que el cuerpo acaparaba para sí. No era una imagen agradable, la figura tenía el cuerpo llagado y plagado de cicatrices y quemaduras, y allí donde debían estar los ojos había dos cuencas vacías y negras, en tanto que toda la piel estaba recubierta por gusanos, como si, en vez de un cuerpo vivo, aquella sombra de colores mostrara un cadáver a medio camino entre la muerte y la descomposición.
     De pie junto a la roca, escondida detrás de una columna de mármol, permanecía inmóvil la silueta que proyectaba dicha sombra de colores. Era un cuerpo oscuro, casi transparente, provisto de largos miembros y un tronco corto que le confería un aspecto perturbador y humano, y lo más aterrador en su figura eran los ojos cetrinos que flotaban donde debía estar su rostro, que parpadeaban con un leve fulgor pálido.
      Aquella suerte de espejo provocaba un efecto que no estaba exento de cierta belleza sobrenatural. Al moverse la sombra algunos gusanos caían al suelo, por lo que el Darkol, contra su voluntad, dejaba húmedas y retorcidas huellas por donde pasase.
     Los ojos brillantes —los que se sostenían como fantasmas en la silueta que estaba de pie— se cerraron, mas la sombra de colores seguía proyectada sobre la roca, siempre al acecho. El dragón tenía los ojos entreabiertos y se hacía el dormido, pero observaba atentamente. No había luna esa noche, y sólo percibía los colores sobre la roca por el bruñido débil de las estrellas y por su fina visión. De modo casi imperceptible, su corazón lo traicionó y comenzó a latir un poco más rápido.
     Aunque no se veía un nuevo par de ojos, el dragón estaba seguro de ver ahora dos sombras sobre la roca. Otros dragones, comunicados con él, vieron más siluetas en otros puntos de Ethrän. Aquello ya no parecía un grupo de espionaje, sino una avanzada en posición de ataque. Los moradores de Ethränia contaron más de veinte Darkols antes de convencerse de que el día esperado había llegado.
     Comenzaron a sentir un siseo creciente, como el zumbido de cientos de abejas acumulándose en los rincones, más fuerte cada vez conforme iba aumentando el número de espectros. Los Darkols se acercaban con los ojos cerrados, guiándose por otros sentidos como el olfato o el oído, pero su presencia se hacía notar en todos lados y sus sombras, las que se dibujaban encima del pasto y de las paredes escabrosas, crecían en número acumulándose hasta perder la cuenta de los torsos y brazos gusanosos que sumaban, mezclándose en una gran masa informe de piel sanguinolenta. El suelo aparecía plagado de anélidos blanquecinos que se retorcían con enfado.
     Cuando el murmullo se hizo tan intenso que podría haber sido el rumor de una catarata, los Darkols abrieron los ojos. Tanto los cíclopes como los dragones ahogaron un grito de horror al saberse rodeados por diez mil de aquellas siluetas famélicas, cuyos ojos parpadeaban y saltaban henchidos de un gozo inenarrable. Los nueve corazones latían como tambores en la oscuridad.
     Una marea de aquellas criaturas espantosas se adelantó atacando con una ferocidad animal, ingresando por todos los costados como podría haber entrado un alud, pero las nueve mentes de Ethrän crearon un campo de energía alrededor de sus cuerpos y las sombras de ojos brillantes chocaron como aplastadas contra una cúpula de vidrio. Mas ni con eso se detuvieron y treparon unas sobre otras, hasta cubrir por completo la esfera invisible que los protegía, mordiendo, arañando, golpeando con desesperación y hambriento frenesí. Pronto el peso de aquellos demonios llegó a ser tan alto, que los nueve cerebros unidos comenzaron a perder fuerza, hasta que la cúpula cedió y los Darkols cayeron desordenadamente, aplastando miles de gusanos blancos.
     Pero los seis dragones y los tres cíclopes no estaban allí, habían usado su poder para transportarse a otro rincón, lo que no les valió de mucho: toda Ethränia aparecía invadida por las sombrías criaturas, que se movían como arañas usando sus largos brazos y piernas como patas. Uno de los dragones intentó repeler a las criaturas abanicando su cola, pero esta pasó debajo de los ojos y no les hizo el menor daño, atravesando sus cuerpos como si se tratase de fantasmas. Un cuchicheo, como una risa de burla, oyeron de boca de los demonios, que se lanzaron al ataque nuevamente.
     Las fauces de los seis dragones arrojaron enormes bocanadas de fuego, pero obtuvieron el mismo resultado que el que habría alcanzado una llama quemando una sombra. ¡Eran espectros, después de todo! Del mismo modo, los cíclopes intentaron golpear a los numerosos enemigos, sin llegar a tocar a ninguno. ¿Cómo capturar un fantasma? ¿Cómo dañarlos, si no podían tocarlos siquiera? Las garras, los colmillos y el aguijón venenoso de los dragones resultaba inútil contra aquellos oponentes inmateriales, y, sin embargo, cuando los Darkols mordían sentían vivamente el dolor de unos gruesos colmillos penetrando en sus duras escamas, rompiendo vértebras y despedazando órganos.
     Los cíclopes contratacaron controlando a los Darkols con hilos de energía, que no provocaba en ellos el dolor que habría sentido una criatura viva, pero que conseguía mantenerlos a raya. La superioridad de los atacantes era patente.
     Y pese a ello, los Darkols se movían con agilidad y cautela, eludiendo los ataques de los nueve moradores de Ethrän, diríase incluso que con miedo. Ello llevó a los dragones a concluir algo significativo:
      —Si tienen miedo, no son inmortales
     Desplegaron sus alas coriáceas, descargando con el impulso ondas invisibles de energía cuya fuerza derribó a los Darkols más cercanos, pero apenas el tiempo suficiente como para dejar un espacio libre para los espectros que venían detrás. Los cíclopes formaron un nuevo campo de radiación más intenso que el anterior, mientras los dragones daban mordiscos y coletazos aparentemente al azar, buscando un punto débil en los demonios. Hasta ese momento, cíclopes y dragones no habían iniciado el ataque y estaban en una fase preliminar, de observación del enemigo. Funcionando como un solo cuerpo, los seis dragones atacaban en diversos puntos y los cíclopes analizaban los movimientos de las Sombras, menos desordenados y desorganizados de lo que aparentaban en principio.
     De pronto, las paredes de piedra cayeron desechas como si fuesen de arena. Un coro de voces horrísonas, ásperas y guturales, estremeció el ambiente: los cíclopes se habían levantado. Habían descubierto el punto mortal de los demonios. Los dragones leyeron sus pensamientos, al unísono alzaron sus mortíferas colas para comenzar así su acometida: sabían ya donde clavarlas. Era evidente, tan obvio, que no se habían percatado en un principio.
     Sin embargo, súbito en ese momento apareció el Cautivo gritando en medio de una estela de ira acumulada y levantándose de su silencio de siglos:
     —¿Dónde… está… mi karantûr? —dijo con ira, acentuada por lo difícil que era usar palabras después de todos esos años—. ¿Dónde está… Mûrur?
     Al oír su voz, los Darkols reaccionaron con la alegría con que una jauría de perros habría recibido el llamado del amo.
     La atención de los nueve moradores de Ethrän se dividió. Algunos se preocuparon de cuidarse de los posibles conjuros del hechicero, otros de frenar el ataque de los espectros y ninguno de atacar el punto débil de los Darkols.
     —¿¡Dónde está Mûrur!? —insistió Zarkon con más fuerza.
     Potentes rayos de energía eléctrica brotaron de la punta de sus dedos, envolviendo con ellos a los nueve moradores de Ethränia, que se retorcieron dando profundos alaridos de dolor. Aquellos segundos de vulnerabilidad bastaron para que un enjambre de Darkols se abalanzara sobre los centinelas, primero decenas, luego cientos y finalmente miles de afiladas garras y colmillos se cerraron sobre sus cuerpos.
     El eco de nueve poderosos gritos se mezcló con el aullido del viento, rebotando en las paredes montañosas.
     El cielo nocturno fue hendido por un rayo, la tierra comenzó a temblar bajo sus pies y las montañas crujieron como las vertebras de un monstruo gigantesco a punto de levantarse, como si hubieran reaccionado al dolor o la ira de los señores de la cordillera. Los nueve habitantes de Ethrän entonaron un cántico disonante y gutural, levantándose con la autoridad de un dios vengador y sacudiéndose a los espectros que tenían encima. Asustados por los desgarradores gritos y por la energía que expelían los gigantes y los lagartos, los Darkols retrocedieron y dejaron por un momento solo a su Amo.
     Pero Zarkon no se amilanó, ni aun cuando los tuvo a todos encima. Alzó sus dos brazos dirigiéndolos contra sus centinelas y comenzó a agitarlos en el aire, haciendo movimientos circulares. Un cúmulo de nubes comenzó a arremolinarse sobre sus cabezas obstruyendo el cielo y comenzó a llover copiosamente. Unos relámpagos parpadearon en la noche y un par de rayos cayeron sobre los cíclopes, que detuvieron a tiempo el ataque absorbiendo la energía de aquellas raíces eléctricas.
     Los Darkols, tomados por sorpresa por los gritos y la magia de los cíclopes, volvieron a rodear a los moradores de Ethränia. Uno de los dragones enterró sus garras en el suelo y otro hizo lo mismo con el aguijón de su cola; el piso, trémulo, dejó escapar ondas expansivas de energía ante el golpe y la primera línea de Darkols perdió el equilibrio y cayó, aunque rápidamente otros se incorporaron y se aferraron con sus dientes a los tobillos de sus adversarios.
     Zarkon, haciendo un gesto de impaciencia, indicó a sus demonios que buscasen su karantûr en toda la zona.
     Uno de los cíclopes levantó una mano para arrojar un conjuro de tortura sobre el humano, pero hace mucho que el Cautivo había dejado de ser un aprendiz de los habitantes de Ethränia.
     Ése es un truco viejo, Ólidar rió Zarkon, hablando en voz alta para burlarse del silencio de Ethrän—. Hace tiempo que dejé de ser un chiquillo, ahora soy poderoso. ¿No lo sabéis? ¿No lo habéis contemplado con vuestro ojo insomne?
     Zarkon levantó sus dos manos manteniéndolas una sobre la otra como si sostuviera una esfera invisible y luego las juntó, haciendo el gesto de aplastar una sustancia blanda entre los dedos. El cíclope cayó de rodillas botando espuma por la boca y llevándose una mano al pecho; la intervención de un dragón, que arrojó una bocanada de fuego sobre el hechicero, lo salvó de aquella dolorosa muerte, pues el prisionero se vio obligado a protegerse y perdió la concentración del conjuro.
     Cegados en su festín sangriento, los Darkols no cesaban de morder y arrancar pedazos de carne, que caían al suelo con miles de anélidos que morían aplastados y dejaban manchas mucosas en el suelo, que pronto estuvo húmedo y resbaladizo. Trepaban y mordían, saltando como pirañas, y por cada espectro que caía, dos más se aferraban a ellos. Era incómodo, y muy doloroso, moverse en esas condiciones.
     El hechicero reanudó su ataque y otro ethraní, ahora un dragón, comenzó a padecer un paro respiratorio, sacudiéndose apenas los cientos de Darkols que tenía encima. Tenía el cuello y la espalda despedazados, con pequeños colgajos sanguinolentos en todo el cuerpo y la carne viva expuesta y mordisqueada: su aspecto era el de un palomo viejo y mojado. Desesperado y al borde de la muerte, comenzó a escupir largas llamaradas de fuego en todas direcciones.
     Dos cíclopes y un dragón rodearon al prisionero tratando de neutralizar su hechicería, soportando a las execrables criaturas y sus ávidos dientes picando como avispas sobre el lomo o la espalda. En algunos de ellos los huesos eran visibles, la nariz colgaba inútil y los ojos habían desaparecido como devorados por los cuervos, y en todos se evidenciaba una palidez de muerte provoca-da por la pérdida de sangre. Extrañamente, había poca derramada en el suelo.
     De pronto, un grupo de Darkols se congregó en torno a su Amo, que sonrió con maliciosa satisfacción. Los ojos que todavía podían ver, descubrieron un largo objeto de madera entre sus manos, un báculo coronado por una esfera azul atrapado entre las garras de un águila. Los nueve moribundos sintieron un escalofrío común.
     Los siervos de Zarkon habían cumplido su cometido.
     Los cíclopes volvieron a gritar, y algunas piedras y columnas se pulverizaron con su horrísona voz. Mas nada que hicieran los podría salvar ahora. Los dragones en vano llamaron de nuevo al fuego: una película de agua rodeaba al hechicero, protegiéndolo de sus embates. Unieron sus mentes por última vez, pronunciando conjuros que habrían destruido al sol si hubiera estado presente, pero ninguno de sus hechizos logró imponerse al poder que invocaba Zarkon cuando tenía a Mûrur consigo. Resultaba difícil concentrarse, además, cuando observaban con sus propios ojos como los Darkols estaban comiéndoselos vivos.
     Un solo movimiento del báculo del hechicero bastó para quitarle la vida a uno de los dragones.
     Ahora, los centinelas estaban prácticamente inmovilizados por las férreas mandíbulas de los espectros, no podían ya unir sus pensamientos y poco a poco se fueron entregando. Los primeros en flaquear fueron los cíclopes, ya que ninguno estaba entrenado para la guerra. Los dragones, en cambio, una vez más desplegaron sus alas, tratando de zafarse: un dragón puede estar muy débil, pero sólo deja de luchar si está muerto. Zarkon lo sabía, y por eso usó su karantûr para matar rápidamente a otro más, y un tercero pereció por las múltiples heridas causadas por los Darkols.
     Los seis sobrevivientes, sin querer, comenzaron a pensar en la idea de que ningún Darkol había muerto en el enfrentamiento, y ese sólo pensamiento los debilitó aún más. Pero reunieron fuerzas de flaqueza y volvieron a levantarse. Zarkon, pese a saberse victorioso, no pudo sino admirarse de la resistencia de sus antiguos maestros y de los dragones que estaban con ellos.
     Abrieron por última vez las alas dos de los saurios y por última vez gritaron los cíclopes, obligando a los demonios a replegarse. El tercer dragón, que parecía inmóvil, desapareció y volvió a aparecer en una meseta unos metros más allá; cientos de Darkols fueron tras él, pero estaba lejos y agitaba ya las alas para emprender el vuelo.
     Los custodios restantes mantenían inutilizado el báculo de Zarkon con potentes rayos, inútiles frente al karantûr de agua (que podía controlar las tempestades y las tormentas eléctricas), pero lo suficientemente fuertes como para distraer por preciosos segundos al hechicero. Aztulog, el dragón que había escapado, aunque débil había conseguido elevarse y planeaba ya con dirección a la ciudad del Rey Supremo, goteando sangre sobre la nieve. Los Darkols, emitiendo un chillido de rabia, se arrojaron sobre la nieve y chuparon con un delirio violento la sangre esparcida.
     —Después de todo habéis fracasado, hechicero —dijeron los cinco moribundos—. Nuestro heraldo será vuestra caída.
     —Tal vez lo sea, pero no será vuestra salvación… —respondió con aire ausente, contemplando la lejana silueta del dragón, para luego mirar a los condenados directo a los ojos—. En cuanto hayan muerto los dos dragones que quedan, no quedará nadie para incinerar vuestros cuerpos. Y ya sabéis qué consecuencias provoca la mordida de mis favoritos.
     No había rabia, ni burla en la voz del brujo, pero sí una frialdad sincera hasta el horror. Cientos de Darkols se cerraron sobre los mortecinos habitantes de Ethrän a un gesto del Amo, y ya no los soltaron. Zarkon miró la escena con el rostro imperturbable y enseguida hizo dos rápidos movimientos con su karantûr antes de buscar un modo de abandonar las montañas.





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