primer capítulo extraído:
huesos
En
la versión antigua de “El último rey”, este capítulo aparecía inmediatamente
después de la sorpresiva aparición en el Palacio Real de Aztulog, el dragón custodio
del prisionero de Ethrän. Sospechando que la causa de su muerte puedan ser
mordidas de Darkols, la sugerencia de los magos del Ojo es que el cuerpo del
dragón debe ser cremado, y entonces suceden los hechos que a continuación se
señalan:
Durante toda la mañana trabajaron los obreros
antes de alzar al dragón y para cuando lo lograron estaban exhaustos. El
cadáver, les dijeron, debía ser conducido hasta un distante y solitario páramo
a una hora de viaje de Belssor, mas no tenían idea de cómo sacarían al monstruo
del Palacio, ni cómo sortearían los innumerables laberintos de la urbe, ya que
Belssor estaba edificada sobre el río y, en vez de avenidas, tenía canales. Los
puentes, ¿resistirían el peso? Tal vez habría sido mejor faenar el cuerpo, pero
eso habría llevado más tiempo y el capataz estaba apurado. Él, a su vez, había
recibido sus órdenes. Mientras tanto, varios arquitectos y constructores daban
un vistazo al ventanal roto y realizaban sus mediciones. Todas las entradas al
salón estaban acordonadas y clausuradas, aun la Familia Real tenía que
abstenerse de entrar, pero no pudieron evitar que una multitud de curiosos
viniera a ver al imponente demonio muerto. A primera hora, Kassaldar se
presentó a supervisar las obras y no le sorprendió encontrarse con Jwarg
Lin-Dehú esperándolo con impaciencia, la que se desbordó apenas el sacerdote le
vio, pues rápido acudió a su lado.
—Majestad…
—saludó el Pontífice, inclinando la cabeza. Sin embargo, quien supiese algo de
expresión facial hubiera de inmediato notado que Jwarg Lin-Dehú era un hombre
que miraba con soberbia y desprecio a todos. Había tanto respeto en él, como si
estuviese saludando a un simio.
—Excelencia
—respondió con igual formalidad el rey. Kassaldar, más que un mono, creía estar
saludando a una araña. Desde pequeño, se sintió un poco más ligado a la Orden
Blanca (particularmente al viejo Rhod), que al Clero; no así su mujer, que
confiaba plenamente sus resoluciones a la opinión de la Religión.
El
Pontífice se veía tan ansioso, que el Rey Supremo se sintió incómodo.
Lin-Dehú
había llamado a un Concilio de emergencia entre los más altos integrantes de su
cofradía y habían acordado que Zarkon, siendo un peligro para la integridad del
Sistema divinamente instaurado, debía ser capturado cuanto antes. Los Altos
Sacerdotes habían votado la iniciativa unánimemente y esperaban que ésta fuese
promovida de inmediato por el rey.
—¿Un ejército que cruce Ethrän? —preguntó
sobresaltado Kassaldar, al escuchar la insólita petición de Jwarg Lin-Dehú. El
tono del Pontífice no era de consulta, más bien parecía una imposición.
—Debéis
ordenar el inmediato reclutamiento del ejército de la Mancomunidad —respondió
Lin-Dehú—. Pero no mencionéis las razones, pues no queremos provocar pánico, ni
dar motivo a revueltas contra Vuestra Merced. Hasta que no sea inevitable,
evitaremos mencionar al Traidor en
éste conflicto.
—Excelencia,
vos sabéis tanto como yo que Belssor carece de ejército permanente desde la pacificación. Nuestras tropas son
utilizadas en las marcas y en la seguridad interior de las ciudades, para dar
la impresión de estar presentes en todos los reinos. Pero no es más que una
fachada: no existe el mítico ejército del millón de hombres.
—Seguid
adelante con la fachada, Kassaldar. Pero hacedla realidad reclutando soldados
de la Mancomunidad.
—Llamar
a un Ejército Mancomunado sería delatar la debilidad de nuestra urbe. Podría
generar el deseo de otros reinos de atacarnos. ¿Cómo explicaré que debemos
reunir numerosos soldados para capturar a
un solo hombre? Mejor es organizar una misión discreta, formada sólo por
soldados de Belssor.
El
Pontífice se negó tajantemente:
—No,
Majestad. No subestiméis el poderío del brujo que pretendemos capturar. Solo y
sin ayuda, podría dar trabajo a todo un ejército. No dudamos, además, que debe
estar reuniendo sus tropas, si acaso no están ahora mismo con él, pues, ¿cómo
escapó de su prisión, sino con auxilio?
Kassaldar
ya había pensado en ello, aunque no tenía muchos antecedentes de su enemigo.
Escapar de cíclopes y dragones no parecía cosa fácil, no tras escuchar las
alabanzas que magos y sacerdotes daban de unos y otros. Un formidable ejército
debió de ayudarlo, y el Rey recordó las advertencias del viejo Rhod sobre los
Darkols. Al rememorar las numerosas heridas del dragón, repartidas sobre su
cuerpo con un desorden rayano en la locura, se estremeció al pensar que una tropa
tan salvaje estuviera al mando de su enemigo.
—¿Pero
cómo justifico el Ejército Mancomunado? —insistió Kassaldar—. Con la actual legislación,
el Rey Supremo solamente puede llamar a la guerra en caso de una gravísima
insolencia a Belssor, al Rey de la Capital o para defender la seguridad de
todos los Estados…
—No
digáis que entraremos en guerra contra un
hombre. Antes bien, divulgad que estamos en enemistad con un Reino de más allá de las montañas y que
amenaza la paz de toda la Mancomunidad, lo cual no es mentira: Zarkon siempre
se comportó como el Amo y Señor de Elôkar. Es el rey oscuro del oeste, el mayor
enemigo de la Religión y de la Mancomunidad.
—Parecéis
conocerlo bien.
—Conocemos
su historia, Kassaldar.
—Entonces,
entregadme toda la información de que disponéis, Excelencia, para que pueda
reflexionar el siguiente paso. No es una decisión fácil.
Jwarg
Lin-Dehú comenzó a perder la paciencia ante la irresolución del monarca.
—Tenemos
redactada la declaración de guerra, sólo la firma de vuestra merced es
necesaria para la promulgación del edicto que ordena a los demás reinos unirse
a la Defensa de la Unidad llevada a
cabo por la Ciudad Sacra.
—Insisto,
necesito tiempo para pensar. Gracias por vuestros consejos.
Rey y
Pontífice sostuvieron la mirada por algunos segundos, pues al eclesiástico le
parecía una humillación tener que bajarla ante un hombre tan joven e inexperto;
no obstante, al cabo se vio obligado a hacerlo. Mal que mal, Kassaldar era el
Rey Supremo y Jwarg Lin-Dehú le debía toda la lealtad que el protocolo juzgase
necesaria.
—Sí, Majestad
—gruñó, sin dar el menor signo de aprobación.
Kassaldar
sabía que cuanto decía el Pontífice era correcto y que no podía correr riesgos
tratándose de un peligro que incluso los magos del Ojo veían como muy grave. No
obstante, carecía del don de la resolución y debía antes medir las ventajas y
los inconvenientes de una incursión en el país que se levantaba del otro lado
de las montañas.
Estaba
asustado, no sabía qué hacer.
†
En su
dormitorio y recostada sobre su cama, Kehriën esbozaba un croquis del demonio
muerto. Tenía una gran habilidad al dibujar, el boceto representaba
fidedignamente la agonía y la muerte del dragón. Cuando sintió que ya estaba
acabado, fue a la habitación de su hermana Eähsel para que le diera una
opinión; la encontró leyendo en silencio sobre su cama.
—¿Otra
vez leyendo? —la saludó, con la serena sensualidad que la caracterizaba. Y
agregó—: Sabéis que los sacerdotes no ven con buenos ojos la lectura de textos
que no sean los sagrados.
—Papá
lo ha buscado, él me lo pasó, así que no me pueden decir nada.
—¿Qué
libro es? ¿Otra novela de amor?
Eähsel
se sonrojó.
—No
sé cómo podéis leer novelas románticas,
si todavía dormís con ese muñeco tan feo…
Kehriën
se refería a un muñeco de trapo que acompañaba a su hermana desde su niñez, sin
un ojo y sucio.
—Es
bonito… —se defendió Eähsel, con algo de rubor en las mejillas.
—Mirad
—continuó Kehriën— quiero que me deis una opinión.
Le
enseñó el grabado. Eähsel no dejaba de maravillarse al ver cada nuevo dibujo de
su hermana mayor, que tenía un don especial con las manos. Los trazos firmes y
gruesos en él delataban el resuelto carácter de la moza, heredado probablemente
de su abuelo, ya que ni Kassaldar, ni Daranaë tenían la personalidad
arrolladora que sí gozaba la joven.
—Se
parece a Abul —bromeó Eähsel.
Abul-Hamid
era el secreto pretendiente de Kehriën.
—¡Estúpida!
—rió Cehriën, ruborizándose y dándole golpes con un cojín.
Se
siguió un breve silencio, en el que Eähsel descubrió un leve pesar en su
hermana.
—¿No
le habéis visto? ¿Por qué esa cara? ¿Todavía no se decide?
Kehriën
hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Estoy
enojada con él —dijo—. Le dije que estoy dispuesta aun a fugarme, a dejarlo
todo, y se muestra todavía indeciso.
—Sabéis
que no es fácil para Abul. Es un imposible, Kehriën, no sólo es un hombre mayor
para vos, sería un gran escándalo por su oficio. A mamá se le va a caer el pelo
cuando se entere.
—No
es demasiado mayor…
—Pero
lo que le pedís, es mucho.
—No
le pido más de lo que yo misma estoy dispuesta a dar, ¿o acaso los personajes
de vuestras novelas no lo dejan todo por amor? ¡No imagináis cómo sueño
despierta con Abul todos los días! Estamos en algún lugar apartado, solos, sin
apuro ni preocupación, en una casa de madera con un cálido fuego en el hogar y
unos revoltosos niños jugando en el jardín. Estas paredes de mármol me agobian
si él no está… ¿Por qué es tan cobarde? ¡Uy…!
Kehriën
ahogó un grito de impaciencia; Eähsel, un suspiro.
—¡Qué
hermoso debe ser tener un nombre por el cual suspirar!
—No
es muy agradable —mintió la bella Kehriën.
Kehriën
e Eähsel eran distintas, como podían ser distintas una nube y una montaña. Los
ojos negros y las cejas gruesas daban mucha profundidad y energía a mirada de Kehriën,
su pelo oscuro y rebelde retrataba fielmente su carácter; por el contrario, en
las facciones delicadas de Eähsel, en su pelo liso y castaño, en su piel de
porcelana y sus ojos claros, no había más que dulzura e inocencia.
Una
era la pasión, la otra el romanticismo.
—Esta
tarde van a quemar al dragón —dijo la delicada, casi transparente Eähsel.
—Lo sé
—le respondió con seguridad Kehriën—. Podremos ir a verlo.
—A mí
papá me dijo que no podíamos ir, no quería que…
KCehriën le guiñó un ojo.
—Os
lo dijo antes de que yo hablase con él,
Eähsel.
—Cierto…
—sonrió Eähsel—. ¿Habrá alguien capaz de negarse a un deseo vuestro?
Kehriën
iba a responder que no, pero el recuerdo de Abul la sumió en un nuevo silencio.
†
Muchos
curiosos se unieron al extraño cortejo fúnebre, un circo de saltimbanquis
llegando a un pueblo chico y aburrido no habría contado con una convocatoria
tan alta. La bestia, pese a estar muerta, era un verdadero espectáculo a la
vista, sus colosales proporciones y lo aterrador de sus formas eran la
comidilla del pueblo, el asombro de los niños, el suspiro de las mujeres y el
lamento de los más ancianos. Habían salido de la ciudad después de almuerzo,
estaban a punto de llegar al sitio escogido para la cremación.
No
solamente la presencia del enorme dragón era inusitada, gran asombro causaba
ver dentro de la comitiva a los Nueve,
que, montados sobre blancos corceles, miraban con fría distancia al vulgo,
excepto por Rhod Astarnûn, que iba en un sencillo carro de madera y repartía
saludos a los adultos y dulces a los niños. Pero incluso él, con su misterioso
tercer ojo tatuado en la frente, inspiraba un venerable respeto en la gente,
que se hacía muchas preguntas: graves debían de ser las razones para que los
Altos Magos, todos a la vez, estuviesen fuera de su retiro.
Más
sorprendente era contemplar a los altísimos Jerarcas de la Religión, liderados
por Jwarg Lin-Dehú, encabezando la variopinta procesión con los magos. No iban
a la vista del pueblo, sino dentro de unos pomposos carros de color negro y
púrpura, y muchos soldados vestidos con la túnica del Clero los custodiaban por
lo que la gente no podía acercarse a ellos. De todos modos, nadie habría
intentado acercarse sabiendo que el Sumo Pontífice iba en uno de los carros.
Con devoción y respeto, los más creyentes hacían plegarias y arrojaban pétalos
de flores detrás de los carruajes, y los menos creyentes se santiguaban para no
recibir ningún castigo por parte del caprichoso Pontífice.
Delante
de magos y clérigos, iban el rey y sus dos hijas mayores, rodeados de varios
cortesanos, nobles y autoridades de gobierno. El Rey Supremo se veía magnífico
cabalgando sobre su bayo, pero no podía ocultar la desazón que lo embargaba y
nadie entonó los habituales cánticos y loas con que el vulgo solía expresarle
su afecto; su rostro preocupado inquietaba a la gente, ya de por sí nerviosos
por la presencia del demonio. A su lado, Kehriën e Eähsel lucían como dos hadas
élficas, la una caminando con el cuerpo erguido, la otra sonriendo alegre y
moviéndose con ansiedad, mas ni siquiera su presencia, que adormecía a los hombres
y provocaba envidia en algunas mujeres, era suficiente para apartar la atención
del cadáver. Al no existir una versión oficial, varias explicaciones circularon
en torno al dragón muerto surgidas de la imaginación popular, cuál más
fantasiosa o alejada de todo sentido común.
Entre
los asistentes, se encontraba el Ministro de Relaciones Exteriores, Horístides
D’Hamé. Aunque no estaba enterado de lo que ocurría, le bastaba ver el rostro
de Kassaldar para saber que tenía que mostrarse preocupado él a su vez. Si el
Supremo hubiese reído, habría reído él también y si hubiese llorado, las
lágrimas habrían acudido con igual facilidad a sus ojos, pese a sentirse más
que humillado tras la breve primera entrevista que sostuvo con el Supremo. Pero
Horístides era inteligente y adulador, sabía hacerse espacio en el terreno
político y no iba a sacrificar sus logros por orgullo. La hipocresía era más
sensata… y también más rentable. Cabalgaba en ese momento, de hecho, a la
derecha de Kassaldar, esperando su oportunidad, pues siempre había tenido
suerte en generárselas y, a lo largo de su carrera, había sabido influir en la
persona adecuada según sus propósitos. Tal, y no otro, era el secreto de su
éxito.
Así
pues, cuando los Jerarcas de la Religión enviaron un siervo clerical
solicitando una breve entrevista al Rey, el hombrecillo, enjuto como un árbol
seco y con ojos vivos como los de un hurón, de inmediato olfateó una chance de
la cual podía beneficiarse y se arrimó más a Kassaldar. Solía ser muy certero
en estos casos, confiaba plenamente en su intuición.
—Su
Majestad Suprema —saludó el lacayo, inclinándose con respeto y entregándole un
papel a Kassaldar.
El
Rey tiró las riendas y detuvo su caballo para dejarse alcanzar por los
carruajes del Clero, haciéndole un gesto a sus hijas para que siguieran
adelante. Horístides hizo lo propio, por supuesto, y también detuvo su montura,
manteniéndose al lado del rey.
†
El
carruaje de los sacerdotes se allegó al corcel en que montaba Kassaldar. El rey
se apeó, un siervo le ayudó a bajar a él y al Pontífice, por unos minutos
continuaron el viaje a pie. Y allá partió Horístides, fiel escolta del Supremo
Monarca.
—¿Habéis
ya meditado lo que hablamos, Kassaldar? —preguntó el Sumo Sacerdote. El rey,
viéndose apurado por Jwarg Lin-Dehú y no teniendo respuesta, respondió con voz
insegura:
—Una
tarde no es suficiente para tomar una decisión.
—No
disponemos de mucho tiempo, Majestad. Cada minuto vale más de lo que vuestra gracia
supone en éste delicado asunto.
Horístides,
a prudente distancia, escuchaba atento. Observador y sagaz, notó la turbación
de Kassaldar y no se equivocaba al creer que se relacionaba con el incidente
del dragón.
—Precisamente
por delicado —se enfadó el monarca—, me tomo el tiempo que estime conveniente.
Aún no me reúno con los Nueve, que me
prometieron un informe detallado.
—¡Los
Magos! —clamó Lin-Dehú—. ¡Herejes, Su Majestad! Son una cofradía inútil y
negligente, os mostrarán sus libros y os solicitarán tiempo para, según ellos,
“estudiar al enemigo”, para evitar un conflicto armado…, para esperar a que el
Brujo nos dé el primer golpe. ¡Tarde será entonces!
—Comprendo
la urgencia, excelentísimo señor mío, pero la resolución sólo la tomaré una vez
que hable con los ancianos del Ojo.
La
respuesta le cayó como un balde de agua fría al Pontífice, que no ocultó su
molestia. Clavó sus ojos sobre Kassaldar como si fuesen agujas, herido por
completo en su ego.
—Su
Majestad —insistió Lin-Dehú, viendo que D’Hamé estaba junto al monarca—. Este
hombre debería estar ya ocupado en organizar un Concilio entre los más altos
dignatarios de cada reino mancomunado y principiar las conversaciones para
reclutar el Ejército del que os hablé…
—Aún
no he decidido ir a la guerra contra Zarkon —respondió con aspereza Kassaldar.
Sólo entonces se enteró Horístides, mientras oía y se sobaba las manos, de que
los sacerdotes pretendían enviar un ejército a Elôkar.
Y
comenzó a fraguar oscuros planes a fin de escalar aún más en el poder. ¿Sería
muy ilusorio? ¡Ah, cómo bullían los malos pensamientos en su maligna cabeza!
¿Podría ajusticiar al Supremo y a la vez ocupar su lugar? ¿Qué ocurriría si
Kassaldar partía a Elôkar y él se quedaba como monarca subrogante? Se figuraba parado en la atalaya real, mirando
sus nuevos dominios, obligando a las hijas y a la esposa de Kassaldar a hacer
una reverencia para retirarse de su lado…
—Vuestro
padre, Kassaldar, tenía mayor sentido común que vos… —oyó lejanamente
Horístides. Era la voz del Pontífice—. Él mismo hubiera redactado el decreto,
sin tardanza.
—Pero
él ya no está y las decisiones las tomo ahora yo —respondió el Rey.
No
era inverosímil que ocurriera, siguió pensando Horístides. ¡Sólo bastaba que
Kassaldar cruzase los montes! Su influencia en la Corte lo elevarían como el
rey temporal en espera del monarca titular, que jamás regresaría. ¡Él se
encargaría de que el Rey Supremo nunca retornara!
En
tanto, Jwarg Lin-Dehú seguía en sus intentos por convencer a Kassaldar. Usó la
razón y la adulación, luego el miedo y la ironía, al punto que, más que
conseguir su objetivo, logró dejar aún más confundido al rey. Si alguien en ese
momento le hubiese sugerido quemar su palacio, probablemente él lo hubiera
hecho.
Horístides
oía con disimulada fascinación. Sabía bien que ninguno de los sacerdotes le
sugeriría al rey partir personalmente a Elôkar: era una locura, una temeridad y
el riesgo seguro de una división entre los Reinos Mancomunados. El Clero no
deseaba ver amenazada su influencia en los reinos del mundo, precisaban de un
rey unificador. Sin rey no había religión. De modo que se lo sugeriría
personalmente, aprovechando un momento poco cauto del monarca.
Horístides
de Hamä, Rey Supremo del Universo.
¡Sonaba tan bien! Había percibido el defecto de Kassaldar: su indecisión y su
bondad lo condenarían. Había visto sus reacciones ante los diversos argumentos
a los que recurrió el Pontífice, analizando cuándo y cuándo no apremiar al rey.
No
sería muy difícil convencerlo.
†
La
improvisada carreta que transportaba al dragón se detuvo, los soldados vestidos
de plata arrearon a la gente y los obligaron a alejarse unos metros de la
bestia, limpiando el área. Habían llegado a una llanura libre de árboles, pero
llena de pastizales secos que podían incendiarse, y los soldados comenzaron a
cavar un perímetro amplio para despejar la zona en que quemarían al dragón. Se
tomarían varios minutos en ello, lo que, lejos de menguar la ansiedad de los asistentes,
la aumentaría.
Cuando
Jwarg Lin-Dehú se apartó del lado de Kassaldar, el ruin ministro hizo una venia
a Su Majestad y le solicitó la palabra.
—Os
escucho, Horístides —le autorizó el rey, pensativo y no muy atento.
Con
la guardia baja, pensó el hombrecillo.
—Sin
querer, he escuchado las palabras del Excelentísimo Sumo Sacerdote —principió a
decir. Y agregó—: Su Majestad me dijo que, en toda ocasión, le manifestase mi
más sincera opinión.
—Eso
os dije, sí —reiteró Kassaldar, sin mucho ánimo.
—Pues,
si me permite el rey decirlo, me parece que la imposición no será vista con
buenos ojos en los demás reinos aliados.
—¿Por
qué lo decís?
—Es
una medida impopular…, una cosa es jurarle fidelidad, acompañar al Rey a la
guerra incluso, y otra muy distinta cruzar esas montañas, cuya sola vista causa
escalofríos. Pocos que han ido, según sé, han regresado. Hablamos de reinos que
verán a sus jóvenes partir al oeste, mancebos llenos de promesas y con un
radiante futuro, lo cual acarreará indignación entre vuestros fieles aliados.
Pero, además, me preocupa la baja moral que esos mismos mozuelos puedan
manifestar, solos y sin ninguna guía en las profundidades de Elôkar. El éxito
de la empresa, y el de su retorno, dependen de la motivación que esos soldados muestren
en todo momento.
Kassaldar
cerró los ojos y suspiró, por completo de acuerdo con Horístides. Pero,
comprendiendo quizá que era inevitable y, quién sabe, tal vez repitiendo las
mismas palabras que antes negó a Lin-Dehú, Kassaldar dijo:
—El
amor a la paz y a su Religión será su norte. El recuerdo de sus familias y sus
seres queridos, su mayor motivación.
—¡Oh,
por Qaleia! —se sobrecogió Horístides, arrugando el rostro.
El
miserable ministro simuló hondo pesar, casi llegaba a creer sus propias mentiras.
Tras tomarse unos segundos de aparente reflexión, prosiguió:
—Su
Majestad, no envíe un ejército —dijo—. Fortificar la capital frente al
inminente ataque de ese brujo me parece lo más prudente —y aquí el inteligente
ministro se dedicó a cultivar un riesgo hasta ahora no pensado, que Zarkon
cayese sobre Belssor—. Si se pierden algunos reinos allá en el sur, ¡qué más
da! Importa tan sólo que Vuestra Gracia esté a resguardo.
Un
leve disgusto afectó a Kassaldar, un gesto esperado por D’Hamé.
—Indigno
es el rey que sólo vela por su seguridad sacrificando la de su gente,
Horístides. Mi misión es velar por todos y cada uno de mis súbditos.
—¿Es
el ejército la única solución?
—No
quisiera, pero tal parece que no hay otra salida.
Se
siguió un nuevo y deliberado silencio. Horístides no se apuraba, sabía que
llevaba el hilo del diálogo y no quería asustar al rey. De pronto, imprimiendo
un convincente tono de voz, añadió:
—Su
Majestad sabe mejor que yo que el amor por la familia es el más fuerte
recuerdo. Cuando la nostalgia por los seres amados nazca, no habrá fidelidad
que los obligue a no abandonar sus puestos de combate. Vana, entonces, será su
ida al oeste.
Kassaldar
guardó silencio, el ladino ministro continuó:
—No
podrán llevar a sus esposas, ni a sus hijos, y sólo una persona inspira en
ellos similar amor y sentimiento de protección, que puede ir a la cabeza del
ejército y estimularlos a seguir adelante con la Misión.
Un
estupor recorrió a nuestro indeciso monarca, reflexionando sobre la evidente
sugerencia del ministro.
—¿Estáis
insinuando que yo mismo debo liderar el ejército aliado?
Horístides
debió hacer un enorme esfuerzo para contener su alegría: Kassaldar había
mordido el anzuelo fácilmente. Con una expresión de preocupación y dolor, miró
hacia abajo y derramó una lágrima. Kassaldar puso una mano sobre el hombro del
que creía un honesto súbdito. Entre hipos y suspiros, el ministro sacó nuevas
fuerzas y continuó:
—Me
ha sacado las palabras del pensamiento, Majestad. Si Vuestra Merced está al
mando, además, acallamos las voces de cada reino, pues no verán la medida como
un sacrificio, ni tiranía de la ciudad capital…, viendo al rey en persona
liderar sus tropas, estoy seguro que accederán sin problemas a la orden.
A
Kassaldar parecía que alguien le había dado un bofetón en el rostro. Además, se
le figuró que, en verdad, era muy injusto mandar a inocentes mancebos a la
muerte, al frío, a la incomodidad, mientras él y los que tomarían la medida
descansarían en sus mullidas camas con despreocupación y confort.
—Me
parece honesta e inteligente vuestra propuesta, Horístides, pero falla en un
importante detalle: muchos reinos vecinos verán en mi falta una oportunidad de
llegar al poder. Atacarían Belssor en poco tiempo.
Por
un momento Horístides se turbó, no le parecía bueno que el Rey vacilase. Se
rearmó rápidamente:
—He
pensado en eso, Majestad, y no es factible. Nuestro Sumo Sacerdote inspira
mucho temor entre los reyes. No intentarán pasar a llevar la autoridad de
Belssor.
Iba
a agregar: “Y además, yo personalmente me
encargaré de que todo esté en orden”, pero le pareció que dicha frase lo
incriminaba más que lo favorecía. El rey dio un suspiro.
—Lo
tendré en cuenta, Horístides.
Kassaldar
se retiró y se fue con sus hijas, que contemplaban extasiadas al endriago. El
ministro se mordió la lengua, acaso no había logrado sembrar adecuadamente la
idea en el Rey que se fue, sin embargo, con las manos atrás, meditabundo. Pero
dejó de mirar a Kassaldar. La hija mayor del rey lo observaba fijamente, con
fuerte recelo.
Bajó
la vista.
Pocas
personas podían sostener la mirada con la nieta de Kargalaón, el monarca más
imperioso y dominante que ha ceñido alguna vez la corona de Belssor. Los ojos
profundos e inquisidores de Kehriën lo asustaron y miró hacia otro lado.
†
Hicieron
una pira sobre la carreta en que lo habían traído alineando ramas secas en los
cuatro costados. La muchedumbre fue obligada a permanecer a espacio prudente,
incluso Kassaldar debió estar a distancia, a resguardo del humo y las llamas.
—No me
gusta ese hombre —le dijo Kehriën a su padre, sin parar de mirar a Horístides.
—Es
un buen muchacho —contestó Kassaldar. Había despedido más funcionarios por
capricho de su hija que por inoperancia de sus subalternos—. Vuestro abuelo era
igual de desconfiado: su barbero y su cocinero eran las únicas personas en las
que él depositaba su fe.
—¿Tendríamos
la misma estrella?
—No,
vuestro abuelo nació bajo la constelación del Águila. Por eso nunca os conoció.
Dicen los magos que los nacidos con ese signo astral albergan los secretos de
la vida y la muerte. Cuando uno de ellos nace, alguien muere en la familia. Y,
cuando uno de ellos muere, alguien nace…, tal como ocurrió con vos.
—Sigo
pensando que ese hombre no es de fiar, papá.
Iba a
decir algo más para presionar la salida del ministro, cuando de un salto Eähsel
llegó hasta ellos, abrazándola y llevándola de la mano lo más cerca posible del
dragón. Kehriën se fue, pero no despegó sus ojos del ladino ministro. Kassaldar
se sumió en profundos pensamientos apenas se fueron sus hijas, mirándolas con
ternura y tratando de recordar cómo correteaban de un lado para otro cuando
eran más pequeñas.
Durante
unos minutos, oyó cómo los clérigos pronunciaban palabras de reposo eterno en
favor del dragón, aunque es más cierto afirmar que fueron súplicas en pro del
orden divinamente establecido y frases condenatorias a los que se atreviesen a
desafiar la religión, una oratoria vehemente y sobrecogedora. Pero Kassaldar no
prestó demasiada atención. Su mirada buscó sin querer las distantes montañas
que se erguían en el oeste.
El
cielo era oscuro y nebuloso detrás, como si se tratase de un gran cráter
volcánico vomitando desperdicios en el aire, humo mezclado con niebla y fuego,
o como si después de la noche sólo hubiera atardecer, y luego noche otra vez.
Se le encogía el pecho de sólo mirar las montañas, no le sorprendía que el
Clero hace años hubiera prohibido ir hacia allá. Resultaba irónico pensar que,
cada mañana, el sol naciese desde allí.[1]
¿Y si
cruzaba Ethrän, como lo sugería su ministro?
La
sola idea le dio náuseas. No sabía a qué temía más, si al páramo desolado tras
la cordillera, o si al momento de comunicar a su familia semejante odisea. Kehriën
pondría un grito en el cielo, ya podía sentir su mirada penetrante sobre la
suya, exigiendo que se retractase. Pero, ¿había otra opción? Entre más vueltas
le daba al asunto, se sentía más confundido. Zarkon, Zarkon… En alguna parte de
su cabeza resonaba ese nombre como una advertencia, como un peligro anunciado
que él no debió olvidar. Curiosamente, eso lo atormentaba más, por ahora, que
la idea de cruzar las montañas. Su cerebro estaba empecinado en recordar, le
parecía que no había sido diligente y se sentía culpable.
Súbitamente
salió de su ensimismamiento. El dragón empezó a arder y numerosas chispas
comenzaron a explosionar como pequeños fuegos artificiales sobre las duras
escamas del lagarto. Pero cuando el fuego penetró en la carne, un humo
maloliente y de un tono verde venenoso emanó del cadáver y una lengua de fuego
se elevó como un surtidor de flamas. La multitud retrocedió, sobrecogida al
contemplar la indomable y rebelde ira del fuego, las llamas bailaron sensualmente
al son del viento estremeciendo de placer al aire, besándolo, serpenteando con
seductora suavidad. En medio del hedor a grasa y carne chamuscada, notaron que
el fuego consumía al cuerpo más rápido de lo que habían imaginado, probablemente
por efecto de la transmutación espectral,
y en pocos segundos lo único que quedaba del dragón eran sus huesos calcinados.
Algunos
se dejaron caer. Otros, aun, lloraron. Pero la mayoría permaneció en la
ignorancia y no vio en la cremación sino un espectáculo morboso y hasta burdo,
un ritual macabro y de mal gusto.
Pronto
los Jerarcas de la Religión ordenaron que la gente volviera a sus hogares.
—¡No
hay nada más que ver aquí!
Kassaldar,
por su parte, permanecía completamente ajeno, extraviado en sus miedos y
contemplando una reunión de súbditos sin piel, cabellos, músculos, ni
interiores.
El
rey sólo veía huesos y muerte.
†
Es
triste y terrible adquirir certezas. A veces, las dudas nos dan mayor protección.
Cuando lo que más tememos aparece como un incierto, todo misterio es benigno.
Las mentiras nos cuidan. Pero, develado el enigma, asumir una verdad es incluso
más difícil que asumir un engaño.
¡Cuántos
miedos atormentaban al rey!
Pequeño
y solo, demasiado solo como para tomar una determinación. En verdad, no había
más que una alternativa: cruzar la cordillera y capturar al prófugo. Kassaldar
se estaba llenando de certezas que no deseaba tener. No debía decidir qué
hacer, debía decidir si quería hacerlo o
no. Eso era más embarazoso.
La
vida siguió igual en la cosmopolita Belssor, y a la vez se manifestó distinta,
como puede ser igual y distinta una niña que, de la noche a la mañana,
sacrifica y ofrece su sangre a la tierra, transformándose en una mujer.
Abundaron los rumores sobre el dragón, y en algunos lugares corrió la voz sobre
un malvado brujo, pero sin demasiados sobresaltos al respecto. Sin embargo,
algo había cambiado y lo había hecho para siempre, había cierta zozobra en el
ambiente, un miedo inexplicable, sobre todo en aquellos más enterados de la
verdad.
Rhod,
durante toda aquella semana, observó cuidadosamente a Kassaldar cada vez que le
era posible dejar los libros, permitiéndose un descanso para subir a visitar al
rey. Él y los demás miembros de su cofradía investigaban con afán datos sobre
Zarkon en viejos pergaminos, mapas y libros de historia. Buscaban incluso en
los textos de la Religión. Hace mucho tiempo que los magos tenían sus propias
certezas y no derramaban lágrimas por ellas, al contrario. Preferían la verdad
a vivir en la mentira, preferían sufrir antes que el placer de la ignorancia.
No obstante, por primera vez en muchísimos años, hubiesen deseado no saber el
peligro que los acechaba. Por primera y única vez, lo hubieran dado todo con
tal de no haberse enterado de la verdad.
La Noche Eterna estaba cerca, ninguno de ellos habría podido negarlo.
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