SEGUNDO CAPÍTULO INÉDITO DE «EL ÚLTIMO REY»



segundo capítulo extraído:
lo que el pasado nos tiene que decir

Es probable que el lector de «El último rey» encuentre similitudes entre este capítulo y otro en que Eähsel Avinnicia desciende a las habitaciones de los magos. Aunque en la versión final mantuve el diálogo entre el Rey Supremo y los magos de Belssor, la descripción del descenso a través de la Torre Blanca (y la alusión al dragón tallado en el dintel de una de sus puertas) la transcribí posteriormente para el descenso de la propia Eähsel. Empero, esta es la forma en que estaba narrado originalmente, y el capítulo venía inmediatamente después de aquel otro presentado hace unos días, titulado “Huesos”. Como dato curioso, no se me había ocurrido aún que los magos tuvieran aprendices en la misma torre, y entonces la orden estaba formada íntegramente por hombres. En este contexto, el personaje de la maga “Manútara”, presente en la versión final, aquí era varón y se llamaba “Mánutor”. También es posible que haya una incongruencia respecto de las fechas históricas citadas, por el transcurso del tiempo y por las modificaciones del argumento.

Tras bajar largas e interminables escalinatas, muchas de ellas con forma de caracol, y cruzar pétreos pasillos, laberínticos y mal iluminados, Kassaldar fue conducido por Rhod Astarnûn a los subterráneos habitáculos de los Nueve, situados en un polvoriento torreón construido hace tantos años, que quedó en medio de un patio interior, rodeado por paredes y pasillos, aislado del resto del mundo. Exceptuando los magos, a dicho cubil sólo tenía acceso el Rey Supremo. Se decía que dicha torre era tan antigua que había estado allí desde antes de la fundación de Belssor y que, de hecho, el hallazgo de la Torre habría motivado a sus fundadores a situar la naciente ciudad en ése y no en otro sitio. Realmente parecía ajeno al resto de la ciudad, pues su diseño y sus adornos se alejaban de todo canon de belleza, resultando toscos y, hasta cierto punto, intimidantes. Ya en la puerta de entrada, poco antes de bajar las escalinatas, Kassaldar había notado la diferencia, descubriendo un grabado en el dintel que mostraba una figura difusa, gastada por los años y en la que pocos habían reparado hasta ahora. Tras los acontecimientos recientes, no obstante, Kassaldar la reconoció de inmediato.
     —¿Es un dragón la figura que se ve allí? —preguntó, inquieto.
     Rhod dio un rápido vistazo, pues había sido tomado por sorpresa. Se trataba de una figura pequeña, casi insignificante, que no parecía una advertencia, sino más bien un aviso puesto sólo como un hito para reconocer la puerta, entre las muchas que había en el Palacio Supremo.
     —Así es, Majestad. A esta torre, durante muchos años, se la conoció también como la Torre del Dragón. Pero la figura se tornó borrosa, y el recuerdo de las leyendas de antaño también, y sólo mantuvo el nombre de sus actuales moradores: la Torre Blanca o la Torre del Ojo.
     —¿Y sabéis por qué está esa figura? —inquirió el Supremo. Rhod notó su incomodidad.
     —La verdad no, Majestad. Suponemos que hay una relación entre esta figura y el emblema de vuestra Casa Real.
     —¿El Águila? No veo la similitud, salvo en el hecho de que ambos vuelen.
     —En godanés antiguo se usaba la misma palabra para designar un dragón y un águila. Vuestro emblema, el Águila que derrota a la Serpiente (otra representación del Dragón, pero la del dragón mezquino, el que debe arrastrarse por la tierra), significa la victoria del bien sobre el mal, pero en un sentido más profundo implica la superación del mal en nuestro propio interior.
     Kassaldar suspiró. Había muchas cosas que desconocía, incluso en su propia ciudad. Recordó las ansias que había sentido siendo un niño, cuando todo lo que quería hacer era entrar a ese sitio prohibido, y rememoró la gran ansiedad que lo invadió al bajar los escalones por primera vez estando recién coronado. Fue la única vez que entró. Ahora, similar sentimiento le invadía, pues sentía que realmente estaba entrando allí por vez primera. En cierto modo era así: nunca antes había visto aquel lugar sino con ojos de niño; ahora, entraba y observaba todo con los ojos de un rey. Y se sintió muy poco dichoso de tal.
     —Lamento no haber venido con más frecuencia. Ahora, me siento desnudo, no sé nada sobre nuestro enemigo.
     Kassaldar no gustaba de los sitios oscuros, de modo que nunca había bajado y siempre las reuniones que sostuvo con los Nueve se realizaron en algún cómodo salón del Palacio Supremo y no en la Torre Blanca, que de blanco tenía muy poco: lo único realmente blanco de la torre eran sus moradores, la pobre luz que provenía de las ocasionales antorchas era del todo insuficiente y el claroscuro revelaba que las paredes no estaban pintadas, la roca estaba desnuda, virgen.
     —¿Se siente bien, Majestad? —preguntó Rhod, sabiendo que a Kassaldar no le gustaba aquel sitio cerrado que tanto frecuentó su predecesor, por claustrofobia o porque no lograba reconciliarse aún con el recuerdo de su padre. La figura del dragón no había sino empeorado las cosas.
     —Estoy bien —respondió Kassaldar sin mirarlo a los ojos, mientras seguía al anciano a través de los laberintos.
     Pero el mago miraba las manos del rey, se estaba rascando un pulgar con el otro, un gesto que había visto en otros de su familia, abuelos, tíos de Kassaldar, cuando estaban nerviosos. Incluso en Kargalaón.
     —Nosotros tampoco estamos tranquilos —intentó sonreír el viejo—. Pero será menester mantener la calma y obrar con prudencia en este asunto. Con mucha prudencia.
     Tras atravesar un umbral de piedra, un arco rústico e insignificante, Kassaldar entró a la más grande biblioteca jamás imaginada por intelectual alguno. Copiosos libros constituían un verdadero papel tapiz, y recubría no uno, ni dos, sino cientos de salones. El subterráneo completo de Palacio parecía estar dominado por los libros. Había tantos ejemplares, que su sola vista mareaba; era una imagen única, imponente y majestuosa.
     —Ahora lo vamos a conducir a un lugar al que Vuestra Majestad nunca ha entrado —lo previno Rhod, a sabiendas de que Kassaldar iba a asombrarse mucho al ingresar a la siguiente habitación.
     El rey fue conducido a un verdadero museo, y sus ojos descubrieron muchas cosas que conocía: cerámicas, pinturas, telares, armas antiguas; pero, del mismo modo, había un sin fin de objetos que carecían de significado para él. Cruzaron otro umbral y llegaron a un recinto de proporciones titánicas que albergaba un verdadero cementerio fósil: absolutamente todas las especies conocidas estaban ahí, e incluso había un esqueleto de cíclope, mas no se sabía con certeza de cuál. Especies benignas y malignas, reptiles, mamíferos, toda suerte de bestias y demonios había en aquel muestrario, incluso más: desafiando a los Altos Sacerdotes, los sabios mantenían un esqueleto humano. Sagrado para los religiosos, ellos lo tenían en secreto allí, en pro de la razón y de la ciencia. En ese salón, los demás magos esperaban en silencio, casi eran parte de la vetusta decoración. Tal fue la impresión al entrar a dicha estancia —donde nadie salvo generaciones de sabios había entrado—, que por momentos el corazón de Kassaldar se mostró sobrecogido y olvidó las preocupaciones que lo embargaban.
     —Entraría más seguido a este recinto —confesó Kassaldar—, si no tuviese tantas arañas como libros.
     Rhod se rascó la cabeza. Los demás se miraron entre sí y luego a gruesa la capa de polvo que cubría todo. El museo estaba muy sucio en verdad y Rhod se encogió de hombros.
     —Es negligencia nuestra —se disculpó el hechicero sonriendo—, no dejamos entrar a nadie, Majestad, para evitar robos y libros en fuga —tomó un libro y lo usó a modo de títere, simulando un escape—. Como veis, nueve personas no pueden limpiar esta torre adecuadamente. Yo sí estoy dispuesto, pero mis compañeros están ya muy viejos para tan magna tarea —siendo Rhod el más joven, aunque no menos canoso que los otros magos, pronto se alzaron varias manifestaciones y reclamos, que robaron una sonrisa al rey—. Se ha necesitado muchas generaciones para recopilar y guardar este cúmulo de sabiduría, nunca nos arriesgamos a sufrir pérdidas irreparables dejando entrar gente extraña a nosotros.
     Los diez hombres siguieron caminando a paso lento, Rhod y Kassaldar cerraban la marcha. De pronto, los ancianos del Ojo se detuvieron, miraron al Rey y se miraron entre sí; estaban bajo una claraboya, y la luz, al caer, formaba una estrella de cinco puntas. Iluminaba un Ojo en el suelo.
     —Aquí es —señaló Rhod. Kassaldar miró hacia todos lados: no había allí sillas, cojines, mesas, ni nada cómodo sobre lo cual apoyarse y debatir opiniones.
     —¿Aquí es qué? —preguntó el rey.
     —Nuestra Sala de Reuniones. El protocolo dice que el Rey Supremo es quien primero toma asiento.
     Kassaldar pensó que le estaban tomando el pelo; entonces, supuso que, mediante las artes de brujería de los doctos, para su sorpresa harían aparecer mesas y sillones, luces y libros, o que levitarían los objetos, pues nada en qué apoyarse había sino suelo desnudo, ni siquiera una mísera alfombra. Sólo un ojo dibujado en el suelo. ¡Ah, los magos le deleitarían con trucos de magia como los que siendo niño solía ver! ¡La piedra se levantaría, se moldearía frente a sus propios ojos y se tornaría una confortable silla de madera y suave colcha, atestiguando el poder de la magia de la Orden del Ojo!
     Pero pasaron varios segundos y nada ocurrió, las miradas de los magos estaban clavadas en él. Kassaldar comenzó a rascarse un pulgar con otro.
     —Nosotros nos sentamos en el suelo —aclaró Igús.
     Cada uno de los Nueve ocupó su lugar, en círculo se acomodaron. Kassaldar fue invitado a sentarse junto a Rhod. Gurgan le comentó al líder de la Cofradía:
     —Maestro Rhod, deberíamos informar al gran Barú de lo ocurrido. —Miró a Kassaldar, arrepintiéndose de la ligeresa con la que se había expresado. Valiéndose de aquella extraña lengua que a veces usaban los magos, añadió—: Sólo él y su sabiduría nos podrán iluminar en lo futuro.
     Rhod se quedó pensativo y cerró sus ojos, cual si quisiera observar con el pensamiento, concentrándose en aquel Barú al que había aludido Gurgan. Sintió su presencia, pero lejana. Una imagen de viento y nieve inundó su mente, mientras sentía frío y miedo. ¡Miedo por la suerte de los habitantes de Ethränia y por el futuro de la humanidad! Se sintió apurado, perseguido por múltiples tribulaciones, y se supo extremadamente viejo.
     —Él, de cierto, ya sabe que Zarkon ha escapado —dijo Rhod, despertando del pequeño trance—. Su conocimiento e intuición superan a los nuestros. Recordad que ha sido el único que se ha mantenido firme en su postura: mientras nosotros afirmábamos que todo lo referente a Zarkon era un mito, Barú una y otra vez con gran seguridad sostuvo lo contrario.
     —¿Quién es Barú? —interrumpió Kassaldar, reconociendo el nombre entre las palabras del arcano dialecto usado por Rhod.
     —Es un fósil viviente —le respondió Rhod al Supremo—. Nadie sabe cuantos años tiene, pero son muchos, desde que soy miembro de la Orden que él ha estado retirado. Fue uno de los Nueve, quizá el más grande, sin considerar al propio Traidor, pero dejó nuestra cofradía hace años. Aunque es casi un esqueleto ambulante, lo respetamos mucho, pues sigue siendo un mago poderoso.
     —¿El Traidor era un miembro de la Orden del Ojo? —preguntó Kassaldar, asombrado con la revelación.
     Con cierta vergüenza ajena, Rhod asintió en silencio. Igús dijo algo, nuevamente en aquella lengua desconocida. En el mismo idioma Rhod respondió, y el primero se paró a traer un libro de ilustraciones.
     —¿Qué lenguaje es ése?
     —El ethraní, Majestad. La lengua de los cíclopes. Sabemos que es una falta de respeto usarla delante de vos, pero es imprescindible: la prudencia nos obliga a ser muy cautelosos con lo que debéis oír. Además, los magos la usamos con más frecuencia que el godanés común y algunos, incluso, sólo comprenden la lengua cíclope.
     —Usadla libremente en tanto me tengáis al tanto de lo que se dice, si es importante.
     —Así lo haré, Majestad —prometió Rhod.
     —¿Qué habéis averiguado, mis leales amigos? —preguntó el rey por fin, sin ocultar su ansiedad.
     —No todo lo que hubiésemos deseado, pero lo suficiente para entender el problema. Los libros antiguos son, en su mayoría, libros religiosos, y usan un lenguaje poco claro, lleno de alegorías y metáforas. Pero hay muchas alusiones a dragones en sus textos, aunque a veces sean contradictorias.
     —Nunca había oído sobre semejantes bestias, Rhod. No es el tipo de relatos que se escuchan habitualmente en los templos.
     —Y no es de extrañar, precisamente por las contradicciones entre el Libro de Jadeh y los dogmas del Clero. El Libro Sagrado de la Religión no señala en ningún pasaje la creación de los dragones. Se los menciona, simplemente, dando por obvio que siempre han estado. Pero algunos de sus versículos insinúan que son muy antiguos, anteriores incluso al Árbol de Oro.
     —Incluso yo sé que eso es imposible, Maestro Rhod. La Fe nos enseña que el primer ser viviente fue Jadeh y que no hay nada más antiguo que Él.
     —Es verdad, y no hay cómo comprobar lo contrario. Mas no son claras las alusiones, sólo sabemos que, de algún modo, los dragones ya estaban allí. De todas formas, lo importante aquí es que todo lo que sabíamos sobre la mítica civilización de Drakar podría ser erróneo. Ya sé que estoy metiéndome en terreno pantanoso, dejadme explayarme un poco.
     ”Una de las culturas más importantes de la humanidad, de la cual heredamos incluso gran parte de nuestras palabras, fue la civilización de Drakar, la que, según habíamos entendido hasta ahora, fue una de las primeras levantadas por la mano del hombre en el remoto oeste, de donde, a la larga, provenimos todos. Su antigüedad es imposible de determinar, pues, fuera de algunos pergaminos con las cuñas de su idioma y algunas pocas cerámicas, no sobrevivió nada de la cultura draconiana. Nunca nadie registró dónde quedaban, ni se sabe de alguien que haya estado en sus ruinas. En la capital del imperio draconiano se supone que hay una pirámide, el Templo del Sol Sangriento, que cuenta la historia de Drakar, pero nadie jamás ha estado allí. Se desvanece en la leyenda junto con el destino de sus habitantes, que desaparecieron misteriosamente de la historia.
     ”Por otra parte, el propio Libro de Jadeh, al referirse al Imperio de Drakar, habla de los draconianos refiriéndose a ellos indistintamente como humanos y como dragones. En algunos pasajes insinúa que los dragones habrían evolucionado hasta transformarse en hombres y mujeres de notable belleza. Aunque somos magos, Kassaldar, y aunque sabemos que se han registrado casos de hechizos de transmutación, la solución más sencilla para develar ese enigma era aceptar que un grupo de hombres, forjadores de un imperio, llegó a ser tan poderoso como para creerse ‘descendientes de dragones’. Esa idea, incluso, pudo ser parte de sus mitos más primitivos, pues las primeras agrupaciones humanas solían tener un espíritu protector, generalmente un animal fuerte y guerrero. Nunca se nos ocurrió ligar a los dragones con la civilización de Drakar, la solución más inverosímil, pero, paradójicamente, también la más obvia. Seguramente os preguntaréis porqué esta larga introducción sobre los draconianos, si nuestro enemigo inmediato es un hechicero llamado Zarkon, pero, créame Majestad, que todo está relacionado.
     ”Las referencias a los draconianos no son muy afortunadas. Siempre que aparecen hay una guerra de por medio. Las últimas menciones de ellos en el Libro de Jadeh datan de la primera guerra contra Zarkon hace tres mil quinientos años, de la que se hablará en su momento. Luego, se pierde su rastro. Muy poco se sabe de su religión, organización política o visión del mundo: creyéndolos humanos, hemos juzgado todos estos años sus intenciones a la luz de nuestros propios ojos. Pero podríamos estar cometiendo un tremendo error, y si los fósiles de dragones que conservamos datan de varios millones de años, ¿no cabe pensar también que, siendo el Imperio Draconiano un imperio de dragones, estemos hablando de una civilización antiquísima como ellos? Nosotros nos jactábamos de haber descubierto el fuego e inventado la rueda, cuando ellos ya sufrían la decadencia de una cultura quién sabe cuán poderosa.
     ”Poco o nada más sabemos de los dragones, Majestad… Ni siquiera sabemos cuánto viven. ¿Cien? ¿Doscientos años? ¿Mil? El Libro de Jadeh menciona a Aztulog como uno de los custodios del Traidor. Si el dragón que murió en el S’eidaram es el mismo, ¿no debería, entonces, tener por lo menos tres mil quinientos años? ¿Qué propósitos puede albergar la mente de un ser al que la naturaleza ha dotado con una vida tan larga? Me asusta sólo pensarlo, Kassaldar, más si consideramos el mito de la Triada.
     ”La Triada, Majestad, es un enigma. Para algunos, es una alegoría que representa la búsqueda incansable de algo imposible. La mayor parte de los eruditos piensa que perdemos el tiempo indagando en ella, por un error de traducción: los tres elementos que la conforman, en el idioma de Drakar, son Valkalaur, Ustr y K’anestro, tres palabras a las que es difícil otorgarle un significado en nuestro idioma. Uno de ellos tiene una única traducción: Ustr, que significa sangre. Pero las otras dos no tienen su correlativo en el idioma godanés. La aproximación más aceptable para Valkalaur sería ‘reina de fuego’ o ‘esfera de fuego’. Pero nos concentraremos en el último elemento de la Triada: K’anestro. Un significado aproximado podría ser recipiente o cofre. Recordadlo, cuando hablemos de Zarkon. Lo único que os puedo adelantar, por ahora, es que la Triada fue un invento de los draconianos destinado a purificar el mundo de toda maldad para alcanzar una paz duradera, de ahí el carácter utópico que adquirió su leyenda. Pero, para unos pocos letrados, a los que respeto mucho, la Triada no era sólo un modo de regenerar el universo, sino que tenía una connotación mucho más profunda y peligrosa: era, para estos investigadores, el camino que algunos dragones descubrieron para alcanzar la Vida Eterna.
     Rhod hizo una pausa, la que aprovechó para beber algo.
     —Hasta aquí llegan nuestros conocimientos reales sobre los draconianos. El resto son interpretaciones de los historiadores, y no nos merecen más fidelidad que el poema de un enamorado ensalzando las virtudes de su amada. Dicen que en Istaghar tienen varios libros más o menos fidedignos, enviamos unos mensajeros para que nos faciliten dichos textos, pero no estarán aquí antes de un par de meses. Ahora, Gurgan os hablará sobre lo que hemos averiguado del Enemigo.
     El aludido carraspeó ligeramente para aclarar la voz y con un godanés pausado, pero de evidente acento extranjero, comenzó a hablar a un gesto de Kassaldar:
     —Hemos logrado recopilar toda la información posible sobre Zarkon, Majestad. Lamentablemente, no es mucha, pero existen similitudes en las distintas fuentes que hemos consultado. En su mayoría se trata de mitos relacionados con la Religión, por lo que abunda en metáforas y exageraciones para educar al vulgo en las consecuencias de contradecir la voluntad de Qaleia.
     ”Lo que hemos encontrado se puede resumir así: Zarkon o Bálakar,[1] ambos títulos referidos a un hechicero de nombre desconocido, se ignora igualmente su fecha y lugar de nacimiento. No hay registros de su muerte, que se la supuso cercana al año 270 E.B. Hacia el año 138, según unas versiones, o el 136 según otras, dio inicio a la Guerra Grande, que duraría hasta su captura, el 241. No hay referencia a su vida antes de su traición, salvo que perteneció a la Orden Blanca del Cíclope, hoy la Orden Blanca del Ojo.
     “El año 138, Zarkon atacó y conquistó una urbe del extremo occidental, Amán, que transformó en su morada. Ese mismo año atacó Garmal, que terminó de conquistar dos años después. El año 140 invadió Trianis, donde se detuvo unos años preparando un ataque fulminante sobre Vorzav, Solenia y Kútur, que llevó a cabo el año 143. Recién hacia el año 147 consiguió someterlos y por ese año, también, Marabaäl se incorporó a la guerra, oponiéndose a las fuerzas oscuras. El año 148 Urub se unió al Traidor, el año 152 cayeron Küntt y Foldaná, y Marabaäl se rindió al año siguiente, pero no unió sus fuerzas con las de Zarkon. Carpania, Dálpara y Málver, sin más alternativa se anexionaron al nuevo Señor de Elôkar. No lo sabemos, pero sospechamos que Taukor fue aliado de Zarkon desde el principio.
     ”Las ciudades libres, Ilmo, Nundalei, Goör y Nüehrem, se aliaron entre sí para resistir a Zarkon y lo consiguieron por un tiempo. Pero estaban demasiado separadas unas de otras y Nundalei demasiado solitaria para oponerse a la tormenta…
     Gurgan comenzó a toser, primero suavemente, luego en forma estruendosa, y al fin tuvo que ponerse de pie, haciéndole un par de gestos a Rhod con la mano para que no se preocupase y siguiera él con el informe. Rhod lo miró con expresión triste: sus amigos estaban viejos, más de lo que querían reconocer. Le hizo una señal imperceptible a uno de los Nueve para que fuera con Gurgan y le ofreciera agua, o para que cuidase de él si se trataba de algo más grave. Dos fueron los magos que se pusieron de pie y acompañaron al anciano enfermo, por lo que quedaron siete personas bajo la claraboya.
     Rhod volvió sobre las palabras de Gurgan, y luego prosiguió:
     —Nundalei cayó el año 167 E.B. y el Enemigo aseguró así su dominio completo sobre todas las tierras al oeste del Mar de Ardonai, exceptuando Ilmo. Esta ciudad, viéndose acorralada, hizo lo único sensato que se podía hacer en una situación como aquella: pedir ayuda. Pero, ¿a quién? ¿A los reyes centauros de Goör, aislados en el norte? ¿Al monarca de Nüehrem, que hacía la guerra simultáneamente contra Küntt, Foldaná y Nundalei? No, Ilmo sabía que no se podía contar con ninguna de las ciudades del oeste y, no sin cierto recelo, pidió la ayuda de Belssor.
     ”Ha de haber sido, sin duda, una situación vergonzosa para los habitantes de Ilmo: la última vez que se vieron nuestros estandartes en Elôkar, fue el año 92 E.B., cuando Belssor, ya para entonces una ciudad poderosa, obtuvo un triunfo aplastante precisamente sobre los ilmonitas. Pero, ¿qué peligro podía ser tan grave, que impulsaba a los ilmonitas a buscar la ayuda de sus antiguos enemigos? ¿Sería quizás una trampa, para tomarse la revancha? Avinnicius no estaba seguro de las intenciones de los ilmonitas, pero, si era cierto lo que decían, grande en verdad debía ser el motivo.
     ”De modo que Avinnicius decidió mandar un ejército para ver qué ocurría en el lejano oeste, así que Belssor se incorporó a la guerra recién el año 173, pese a la oposición de los sabios, que estaban convencidos de que se trataba del acaecimiento de la Noche Eterna. Más adelante referiré a Su Majestad qué es la Noche Eterna.
     ”¿Me preguntáis qué ocurrió ese primer enfrentamiento? Sí, Belssor era muy poderosa en esos años. La ciudad más poderosa en ambos lados de la cordillera. Pero Belssor había mandado un destacamento modesto, y no enfrentaba un solo enemigo, sino una coalición de reinos. Era esperable lo que sucedió.
     ”Ese año, el 173, Belssor sufrió su primera derrota en muchos años, lo que alertó a las autoridades de la ciudad capital, en especial al Rey Supremo. Belssor, entonces, hizo lo que mejor sabía hacer: buscar aliados. Istaghar nos apoyó de inmediato, Godania, Edahlar y Zyur se incorporaron poco después. Por último, mas no menos importante, Córceña se declaró amigo de Belssor en el año 175, ante la creciente amenaza común.
     ”Sin embargo, este nuevo enemigo no se parecía a ningún otro que hubiera antes enfrentado la capital. Zarkon dominaba la brujería con tanta habilidad, que sorprendió a todos los magos de Belssor. La historia señala que el año 191, viéndose derrotada por todos los flancos, Belssor pidió ayuda a la Hija de la Luna
     —¿A la misma Hija de la Luna que señala la Fe?
     —De hecho, obtuvimos dicha información en el Libro de Jadeh. Nuestros registros históricos son confusos en cuanto a lo que ocurrió en esos años… hay pocas fuentes. Si atendemos a lo que dice la Religión, pidieron su ayuda y el conflicto derivó en una guerra mágica, aunque no me guste ese término, pero ni siquiera los poderes divinos de la semidiosa lograron detener al Traidor. Mas su intervención no dejó de traer consecuencias: todos los relatos coinciden en señalar que la Hija de la Luna fue auxiliada por un grupo de dragones dorados y que éstos se incorporaron a la guerra como aliados de Belssor. El Imperio draconiano, nuevamente, estaba presente en una guerra o al menos sus descendientes. Zarkon, por otro lado, recurrió a un número indeterminado de dragones y también a una raza vieja, los Urukas, para engrosar su ejército.
     ”Las operaciones se concentraron en las cercanías de la ciudad que pedía ayuda, Ilmo, el último baluarte de Elôkar. Nüehrem había caído por fin y Goör fue arrasada el año 196. No en vano Belssor se obstinó en defender Ilmo: Zarkon estaba concentrándose en la zona montañosa de Iloam, tanto en los Montes Grises como en los Montes Malveris. La lucha se extendió por varios años. Belssor y sus aliados lograron recuperar algunas de las ciudades del sur: Nüehrem, Küntt, Foldaná y Nundalei. La ciudad de Urub se unió voluntariamente a los libertadores, pero nunca gozó de la confianza del rey Avinnicius.
     ”Pese a los triunfos, el cambio de siglo no trajo sino derrotas: el año 201 el Ejército Blanco cayó en una emboscada, de la que salvó con vida apenas. El año 203, en tanto, sería recordado como el año de la caída del Primer Rey: Avinnicius murió, luego de batirse en duelo con Zarkon. Las dos décadas siguientes, la guerra se redujo a combates de guerrillas y trincheras que buscaban hostigar al enemigo, pero que gastaron fuerzas en ambos bandos. Hacia el año 238, cumpliéndose un siglo de guerra, no estaba claro el resultado de la misma; ya varias generaciones habían nacido durante el conflicto, que no habían conocido sino la agonía, la muerte y lo más oscuro del alma humana. Para el año 239, la derrota de Belssor era segura: Zarkon crecía en número de aliados, tenía más soldados cada día y estaba desarrollando técnicas inigualables. El año 240 se preparó para iniciar el contraataque: volcó todo su ejército y se dirigió a Belssor. Cambiaría, así, el escenario de la guerra y, de atacado, pasaría a ser atacante. Fue detenido en la angostura del Wyo, pero no cesó en su intento. Como dije, todo parecía indicar que el Enemigo nos vencería y que antes de un año destruiría Belssor.
     ”Pero ese año se produjo un vuelco fundamental: un héroe del ejército blanco, solo y sin ayuda, se apoderó de Taukor, una de las principales ciudades de Elôkar. Tal parece un relato exagerado y lo sabemos, Majestad, pero así lo ha registrado la Historia. Zarkon, viendo que perdía su hegemonía sobre Iloam, se desesperó: mandó todo su ejército a dicha zona, retrocediendo y esperando cerrarse sobre los aliados desde su castillo y desde el este. Empero, en medio del fragor de la batalla, Zarkon se enteró de una noticia que minó su moral: Amán, su morada, rebautizada como Oruk Qen-wë, había sido aniquilada. El Enemigo se vio en el aire, sin Taukor, sin su fortaleza, ni estrategia alguna, y luchando contra un enemigo que se sentía de nuevo con el ánimo en alto. La victoria de Zarkon sobre Belssor se desvanecía.
     ”El año 241, tras un confuso incidente, Zarkon fue derrotado. Algunas versiones señalan que fue por un arrebato del dios sol, aunque las versiones del Clero hayan cambiado dicha historia. Autores más viejos dicen que fue derrotado por el Primer Árbol. Lo cierto es que el Traidor fue encerrado y custodiado por tres cíclopes y seis dragones, en la cima de una montaña, no sabemos cuál, en la Cordillera de Ethrän. Eso es, a grandes rasgos, cuanto se puede decir de nuestro enemigo, Majestad”.
     Rhod se tomó un nuevo descanso. Kassaldar tenía el rostro apagado, por la envergadura de su enemigo o por la aburrida enumeración de fechas. La idea de que se iniciase un nuevo conflicto bélico, tanto o más duradero que el anterior, no era nada alentadora. Las cifras indicaban que habían fallecido o desaparecido más de veinte millones de personas.
     —Nadie hace una guerra gratuitamente —prosiguió Rhod—. Siempre surge para obtener un premio, ya para recuperar el honor ante el agravio infligido, ya para explotar los ricos yacimientos de un territorio determinado o conquistar el amor de una mujer. Pero persistir en una guerra como aquella, que duró cien años y se pagó a tan alto precio, sólo puede explicarse si la recompensa es muy grande.
     —¿Y qué perseguía Zarkon? —inquirió Kassaldar, que se había formulado la misma pregunta.
     —Esa, Majestad, es nuestra gran duda. Descubrimos unos viejos archivos, que pretendían ser legajos del juicio llevado a cabo contra el Traidor. Probablemente se trate de una transcripción, ni siquiera estamos seguros de su autenticidad, pero el escriba que registró los hechos creyó oír, de labios del acusado, la palabra canestri. No hay traducción para esa palabra, ni en ethraní, ni en godanés antiguo. Pero, curiosamente, suena muy similar a la palabra draconiana K’anestro, cuya transcripción a nuestra lengua, como ya os dije, debe ser ‘recipiente’ o ‘cofre’.
     Un destello de comprensión iluminó los ojos del Rey Supremo.
     —También tenemos en nuestro poder una descripción, anónima a la fuerza, de un objeto sagrado que el autor denominó “el cofre de oro”, y, en una ocasión, “el cofre de Drakar”.
     —¿Anónima a la fuerza?
     —Su nombre fue tarjado hasta hacerlo ilegible, la única letra que se distingue es la primera: una “L”. De inmediato pensamos que podía ser el mismo objeto, más aún al saber que el mentado Cofre de Oro se extravió en Iloam…, la zona que siempre Zarkon quiso dominar en Elôkar. ¿Sería posible? ¿Estaría buscando nuestro enemigo la Tríada, entonces? Si perdió la guerra, eso significa que la búsqueda quedó interrumpida y siendo así sólo queda preguntarse, ¿estará buscándola ahora, aprovechando su nueva oportunidad? ¿Qué consecuencias tendría que se hiciera del Objeto?
     —Las peores, supongo… —reflexionó Kassaldar—. Así como Zarkon tenía un motivo para ganar la guerra, Belssor también tenía el suyo para impedir tal escenario. Si soportamos una guerra de cien años, aunque ahora no sepamos que ocurrirá si se apodera del Objeto, entonces nuestros ancestros debieron tener muy poderosas razones.
     —Eso es lo que tememos, Majestad, pero hay algo más.
     —¿Más…?
     —Desconocemos el alcance de la ciencia de Drakar. No sabemos con certeza qué podría obtener Zarkon de hallar a K’anestro. Ni siquiera sabemos si podría o no abrirlo, tal vez pertenezca a artes tan antiguas que ni él pueda interpretarlas. El peor de nuestros escenarios es que nuestro enemigo gane para sí la inmortalidad, ¿por qué otro motivo lucharía tanto y se esmeraría en seguir con vida de modo tan antinatural?
     Tal vez se mantiene con vida… porque ya es inmortal insinuó Kassaldar.
     Creemos que, de haber sido inmortal, Zarkon no habría perdido la guerra, Majestad. Además, no habría mencionado en el juicio a K’anestro. Pero, aunque todo lo que podamos inferir de nuestro enemigo sean sólo especulaciones, una cosa asoma como cierta: el mundo está cambiando. Algo va a despertar de su letargo. No sabemos si volverán los dragones, si se tratará de un nuevo imperio o del fin de una era. Pero todo parece desembocar en un punto, inevitable según los eruditos y anunciado como terrible por los profetas de la antigüedad: la llegada de la Noche Eterna.
     —Ya varias veces la habéis mencionado. Creo que merece una explicación.
     —Nadie puede dárosla de manera adecuada, Majestad. ¿Cómo hablar con certeza de anuncios realizados hace miles de años, que hablaban sobre hechos de un futuro remoto? No obstante, resulta asombroso, e inquietante a un tiempo, que muchos de los signos profetizados se estén cumpliendo en esta época. ¿Y si nosotros, tres mil quinientos o cuatro mil años después, somos el futuro remoto de los profetas de antaño?
     —¿Cuáles son esos signos? —quiso saber Kassaldar.
     —La noche anterior a la llegada del dragón, Majestad —respondió otro mago, de nombre Dénavot—, nuestros astrólogos anunciaron la alineación de dos constelaciones en el cielo: la de Draco y la del Fénix, y durante todo el día especulamos sobre su significado. Si asociamos al fénix la capacidad de “renacer de sus cenizas”, en conjunción con Draco debería significar el “renacimiento del dragón”. Por supuesto, pensamos que sería un signo alegórico, y discutimos acaloradamente qué representaba el dragón, sin llegar a un acuerdo. Ahora parece quedar más claro con la llegada del demonio Aztulog, pues uno de los signos de la Noche Eterna sería el “despertar del que estaba dormido” y “el retorno a la vida del que muerto está”.
     —Son alusiones vagas —alegó el rey—, que, a mi entender, cualquier conmoción como la que atravesamos podría relacionar entre sí para otorgarles un significado.
     —Es posible —intervino un hechicero llamado Mánutor—, pero el fénix representa el cambio. ¿Y si se aviene un nuevo Imperio Draconiano en el mundo? El que despierta bien puede ser Zarkon o los dragones. ¿Sabéis cuántas veces han estado alineadas las constelaciones de Draco y el Fénix? No más de cuatro veces en la historia, esta debe ser la quinta. La última vez fue para la caída de Zarkon. No sigue un patrón rígido, como otras conjunciones. Y una de las profecías es clara: cuando el arcano traidor y el fénix se enfrenten en el cielo, sabréis que la Noche se acerca, así versa uno de los anuncios. Antes pensamos que era una alegoría, ahora sabemos que se refería a las constelaciones que llevan esos nombres.
     —No me habéis hablado del “Arcano Traidor”…
     —Son viejas leyendas de Drakar —dijo Rhod, retomando la palabra—. El Arcano Traidor tiene asignado, en sus mitos, el número cinco. Es decir, la profecía podría ser “cuando el quinto dragón y el fénix se enfrenten en el cielo…”, o “cuando por quinta vez el dragón y el fénix se enfrenten en el cielo…”. Pero, por supuesto, en estos temas no hay certezas hasta que las profecías se cumplen, si damos crédito a ellas.
     —¿Y qué se supone que ocurrirá en la Noche Eterna? —quiso saber Kassaldar por fin.
     Los magos se miraron unos a otros.
     —Ya es tarde, Majestad —dijo Rhod, dando a entender claramente que no iba a hablar, por ahora, del tema—. Creo que todos necesitamos tomar un poco de aire. Las noticias son suficientemente malas como para agobiar más el espíritu. De día, y a la luz de un sol radiante, puede que sea más aconsejable tratar esos asuntos.
     —Debe ser muy malo si rehuís la respuesta de ese modo, aunque tal vez tengáis razón: otro día hablaremos de ello, cada problema a su tiempo. Pero decidme una cosa, ¿Iloam es el lugar donde el “recipiente” está perdido?
     —Sí, Kassaldar.
     —¿Y eso queda en…?

     —Elôkar —le respondió Rhod a su pesar, adivinando el curso de los pensamientos del Rey—. Kassaldar: necesitamos tiempo. Precisamos reunir más antecedentes sobre nuestro enemigo. Cuidado con los consejos de Lin-Dehú: si de él dependiese, iríamos a la guerra hoy mismo. Os aconsejamos esperar a que el enemigo dé el primer golpe, para poder estudiar sus movimientos y tenderle una trampa, y también aguardar el consejo del viejo Barú: es el único capaz de enfrentar al brujo. Debemos buscarle.
     Kassaldar, aunque abatido, rio internamente: sacerdotes y magos se conocían recíprocamente muy bien.
     —Creo que, ahora sí, es hora de tomar algo de aire —sugirió el rey, levantándose. Necesitaba de un momento a solas.
     Los magos le dieron su venia para partir, uno de ellos lo guió hasta la salida.
     La subida fue agobiante. A los numerosos peldaños y el peso del problema, se sumaba el aire enrarecido del subterráneo, pobre en oxígeno. No obstante, se sentía muy desnudo a medida que subía a retomar su posición. Mientras aquí abajo era un mortal más, estando como estaba en la morada de los Magos del Ojo y sometido completamente a su autoridad, arriba en la superficie, en cambio, era él quien tomaba las decisiones. Esa posibilidad le angustiaba. Antes de llegar al último escalón, sin embargo, sintió alivio: había tomado una determinación. Se despidió del anciano que le había encaminado, se cerraron las puertas de la Torre Blanca. Los guardias que escoltaban al rey y que aguardaban en la puerta recibieron una inesperada orden, que los sorprendió:
     —Llamad a cónsules y embajadores, reunid a mis ministros. Que los artesanos dejen cuanto están haciendo y se dediquen exclusiva y tenazmente a la producción de armas, y que cada hombre que sepa manejar una espada en esta ciudad se ponga bajo nuestras órdenes. Que venga al instante Horístides de Hamä, el Ministro de Relaciones Exteriores. ¡Rápido! ¡Estamos en guerra!


     Rhod y los demás Altos Magos, incluido Gurgan que ya se sentía mejor, se sentaron otra vez en círculo. Usaban como un solo pensamiento sus mentes, para concentrarse en el Rey Supremo; su telepatía, actuando de consuno, era poderosa.
     —Está pensando ir a Elôkar por Zarkon, no cabe duda —comentaron y se lamentaron. Nadie, en muchísimo tiempo, había cruzado las Montañas Ethrän. Ni siquiera los Nueve sabían a ciencia cierta que era posible hallar ahí.
     ¡Por los cíclopes! La misma culpa que sentía Kassaldar aquejaba a los hechiceros. En su excesivo apego a la razón descuidaron las leyendas, al igual que los reyes. Pero, a diferencia de estos, no los ataba sólo una promesa: los magos vivían en función del saber, constituía un deshonor no haber previsto el escape del brujo, ni prestado atención a las profecías, cuando su labor era asesorar al Rey en dichas materias. Para peor, estaban advertidos: continuamente Barú, el anciano, les había exhortado a fin de estudiar los escritos referentes al Traidor. Las venenosas frases de Jwarg Lin-Dehú, el Sumo Sacerdote, dolían precisamente por ser verdaderas. Pero nunca tomaron en serio al viejo Barú y ahora carecían de suficiente documentación sobre el enemigo. Todo estaba a su disposición, en la gran biblioteca, pero, ¿dónde? Había allí tantos libros, que sólo el Azar o la Divina Providencia podrían auxiliarlos. Y los magos no creían ni en lo uno, ni en lo otro. Podrían tardar años en encontrar un solo libro que mencionase el verdadero nombre del traidor o sus puntos débiles.
     —No hay muchos libros que hagan alusión a Zarkon, a no ser que sean textos religiosos —reparó Gurgan—, y esto sólo para destacar las bondades de los representantes de Qaleia.
     —Aquí no hay nada —dijo Mánutor y otro libro fue arrojado al suelo.
     —Nuestros libros de historia evitan por todos los medios nombrarle —comentó Cleofonis tras hojear varios textos—. Sólo hacen escuetas referencias al Traidor.
     Las observaciones no pasaron inadvertidas para Rhod, que tomó el libro que estaba en el piso.
     —Cierto…, nuestros libros de historia evitan nombrarle —observó, y su aguda inteligencia trabajaba a toda velocidad. Tomó entonces varios escritos, desordenadamente. Los puso sobre una mesa y preguntó:
     —¿Qué tienen en común todos estos libros? —Había una infantil alegría en la expresión del mago.
     Los restantes ignoraban que disparatados pensamientos pasaban por la mente de Rhod, pero le conocían bien y sabían que, cuando adoptaba tan misteriosa actitud, era porque había descubierto algo… y por regla general acertaba.
     —Mirad —dijo triunfante—. Todos estos textos, y lo mismo los que hemos estado hojeando, son posteriores a la Unificación Religiosa. Pensemos como un sacerdote. Si yo quiero unir al mundo en una sola Fe, ¿qué es lo primero que debo hacer?
     —Eliminar todo vestigio de paganismo —dijo Igús—. Borrar de la historia todo registro de cualquier otra religión.
     —Exacto —respondió Rhod—. Algo ha de haber ocurrido en esta biblioteca que los libros de historia no registran en detalle ciertos sucesos. Antes, lo atribuíamos a falta de documentación. ¿Alguna intervención oscura del Clero, ignoramos cómo o cuando, y que intentó arrancar de raíz las creencias antiguas? No lo lograron, aún el vulgo cree en la Hija de la Luna como una diosa independiente, aún creen ver en el sol a un espíritu inmortal que muere y renace. Se reencarna para unos, resucita según otros. ¡Buscad en el pasado! ¡Recurrid a las voces del ayer!
     Las palabras de Rhod reducían el ámbito de búsqueda considerablemente, pues existían en Belssor libros que habían sobrevivido incendios, inundaciones, robos y mudanzas, y que habían sido reescritos para evitar el apolillamiento de sus hojas. Algunos eran tan antiguos como la primera piedra puesta como cimiento de la Capital.
     —Debemos investigar en las páginas de los textos anteriores a la Unificación —concluyó Rhod—. No son muchos. Urge cuanto antes solicitar la ayuda y consejo del viejo Barú —algunas voces se alzaron en protesta—. Sí, sé que es una vergüenza tener que llamarle después de todo, pero la gravedad del caso es suficiente para que reconozcamos nuestra negligencia y nos humillemos ante su mirada. Yo, por mi parte, escribiré a un montañés de mi país, que es un excelente guía y que ha cruzado secretamente los montes más de una vez. ¡Rápido, no sabemos cuánto tardará Kassaldar en decidirse a cruzar las montañas!



     Dos cansinos ojos, marchitos, oscuros, mágicos, miraban con impotencia y angustia el bello y cruento espectáculo de truenos y luz. Alrededor, todo era nieve. Nieve, frío y noche. El viento era una pared, avanzar a través de dicha tormenta era una locura. Una proeza para un joven vigoroso, un imposible para el anciano que cabalgaba con gran apuro hacia lo más alto de la Cordillera de Ethrän. De tratarse de cualquier otro lugar, simplemente habría aparecido allí, pero los hechizos de transportación se volvían estériles en aquel rincón del mundo y debía llegar a su destino como lo habría hecho cualquier viajero corriente, por lo que siguió adelante.
     A casi cuatro mil metros de altura, el aire escaseaba. Ya no estaba en condiciones físicas para tamaña empresa. Llevaba media semana viajando sin descansar, desafiando la altura, el frío y su avanzada edad. Sus vetustos pies no soportaban, como antaño, largas y duras jornadas; de hecho, como apenas y podía caminar, se valió de una fiel mula para efectuar la travesía. Su corazón lo condujo hasta allí, presentía que algo terrible estaba por suceder, temía llegar demasiado tarde.
     Al escuchar la primera explosión en la distancia, sus temores cobraron sentido. El eco trajo el tardío y lejano sonido de voces, gritos desgarradores pidiendo ayuda, el maligno susurro de la magia negra y más explosiones. La batalla era descomunal, probablemente desde la guerra de los Elementos no se había desplegado tanto poder en combate. El rugir de los truenos hacía temblar a la tierra, y la cordillera parecía levantarse y abandonar su perenne inmovilidad. El viento se había tornado el azote de la montaña; las luces, un fulgor venido desde la cima como un descarnado grito lanzado con odio y hechicería.
     Pasaron las horas. Estaba perdido, donde quiera que mirase había nieve y montañas, el frío mordía en su anciano rostro con frenesí. Avanzar o retroceder era igual de inútil, no podía ver absolutamente nada. La nieve menguó lentamente, no así los desgarradores ecos. Cada vez sentía más angustia en ellos.
     El cielo negro azulado, por momentos, relampagueaba de horizonte a horizonte. Cientos de rayos convergían en un mismo punto, en una montaña, vedada su vista por otro monte; pronto llegaría hasta un claro y visualizaría de modo preciso el sitio del siniestro, aunque sin ver ya podía adivinar dónde ocurría el cataclismo. Cada haz de luz era seguido por un remezón del suelo, segundos después. Se aproximaba al lugar, el tronar del enfrentamiento era tan ensordecedor, que adivinó no estaba demasiado lejos de su destino. Acaso aún pudiese llegar a tiempo, la tormenta comenzaba a amainar.
     Finalmente, se asomó a una meseta desde la cual tenía una espléndida visión, pero lamentablemente no más que eso: acababa en un abismo. Intentó transportarse, se concentró con todas sus fuerzas en su destino, pero siguió parado en el mismo lugar, el hechizo que hace siglos habían puesto los centinelas de Ethrän para impedir el escape de su prisionero sólo perecería con el último de ellos, nadie podía aparecer o desaparecer en esas montañas. No pudiendo avanzar más, observó con impotencia cómo la muerte se apoderó del Santuario de Ethränia.
     Una de las imponentes cimas, que conocía bien y hacia la cual se dirigía, estaba literalmente sangrando. En línea recta, su destino estaba frente a él, a minutos de distancia. Pero no podía avanzar, el precipicio frente a él se lo impedía. Cansado, bajó de la mula y se dejó caer de rodillas en el suelo, no muy violentamente, estaba demasiado viejo. Se apoyó tristemente en su bastón: había errado el camino. Nunca antes se había equivocado, le pareció que el destino mismo quiso que la tormenta lo desviase, hace tres días que el temporal de viento y nieve luchaba contra él. Desde allí no podía sino observar con impotencia la tragedia, retornar y dar la vuelta significaría al menos cuatro días para llegar a su destino. Para ese entonces, ya todo habría concluido.
     Una negra y maligna figura alada pasó sobre él. Su sangre, que caía a borbotones, quemó la nieve del suelo. El anciano adivinó que todo había acabado, aunque en la montaña el fulgor de las explosiones aún se resistía a terminar.
     —Aztulog… —murmuró, reconociendo al demonio alado. Sabía que dicho dragón no abandonaría su puesto de combate a no ser que ya todos estuvieran irremediablemente condenados de muerte.
     Respiró hondo, sus esfuerzos habían sido en vano. No pudo evitar sentirse triste: algo de sí también moría con los últimos cíclopes. Desaparecía todo nexo con el pasado, aquel le parecía el final tardío de una época antigua y gloriosa. Se sintió extremadamente viejo, se había transformado en el ser humano vivo más antiguo parado sobre el mundo.
     Sabía que era el último eslabón y que el mundo despertaría de su largo letargo, pero demasiado tarde. Sabía, asimismo, que los sabios buscarían en los libros, ¡oh sí!, los hombres añorarían saber aquel pasado que tanto se empeñaron en dejar atrás y, al no hallar respuestas, lo buscarían a él. Precisaban testigos para oír las voces del ayer. Testigos muertos la mayor parte de ellos, inmortales a través de sus textos. Los sabios modernos no tenían sino fantasmas. Su biblioteca era un cementerio intelectual.
     Barú, en cambio, el más prestigioso erudito que ha visto el orbe jamás, tenía sus propios fantasmas que le hablaban continuamente. Él tenía sus recuerdos. No necesitaba recurrir a los libros, como los magos de hoy, para oír lo que las voces del pasado le tenían que decir.







[1] Bálakar: Antigua palabra que designa autoridad, que los siervos de Zarkon utilizan para referirse a él. Puede traducirse como Señor o Amo (N. del A.).

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